Digimon Reset
デジモンリセット
Libro primero: La llamada de las tinieblas
最初本、闇呼
Capítulo 4: el tribunal supremo
第四章、最高裁
デジモンリセット
Libro primero: La llamada de las tinieblas
最初本、闇呼
Capítulo 4: el tribunal supremo
第四章、最高裁
The Terris prophecies say that I will have the power to save the world. They hint, however, that I will have the power to destroy it as well.
BRANDON SANDERSON.
BRANDON SANDERSON.
El ruido de la puerta y el súbito resplandor que inundó la estancia sacaron a Mimi Tachikawa de su duermevela en el que se amalgamaban la impenetrable oscuridad del calabozo y pesadillas en las que un Jijimon gigante jugaba con ella como si fuera una muñeca de trapo. Hackmon ingresó en la mazmorra, acompañado por dos caballeros en cuyas armaduras se veía el símbolo del emblema de la esperanza, y un séquito pequeño de pownchesmon que llevaban tazones de comida. Ya completamente despierta, Mimi miró en rededor: Koushiro se estaba desperezando, su computadora aún encendida; Sora se había dormido junto a ella, en un intento por palear la incomodidad que la presencia de Jijimon le había hecho sentir, y parecía tranquila; Taichi y Yamato estaban en dos extremos de la celda, dejando en evidencia que su discusión había sido larga y tediosa y que, probablemente, no había arribado a una conclusión satisfactoria; Takeru abrazaba a su compañero; y todos los Digimon habían evolucionado durante la noche.
Un Pownchesmon interrumpió sus intentos de racionalizar su pesadilla poniéndole un tazón en la cara. Mimi inspeccionó su contenido: unas pocas lentejas que flotaban en un caldo bastante aguado. Frunció el ceño, tomó una cuchara y se llevó un poco a la boca: asqueroso, repulsivo. Recordaba que en su aventura anterior había tenido que alimentarse de cosas que le hubieran despertado repugnancia en el mundo real, pero tras tres años seguidos de comer los extravagantes y sabrosos platillos de su madre, su estómago se había desacostumbrado. Dejó el cuenco en el suelo.
–¿Esto es todo lo que hay?
–Sí. Y no tendrás más hasta mañana. Desde que ustedes llegaron, se activó un protocolo de defensa. Ustedes son prisioneros; comerán solo lo necesario. –Dijo Hackmon, para luego añadir con desprecio: –He estado hablando con Otamamon y Gekomon, y sé que estos no son el tipo de alimentos a los que usted está acostumbrada, Princesa, pero espero sepa comprender lo delicado de nuestra situación.
Mimi agachó la cabeza en silencio. Habría querido responder, decir que no era la misma chica caprichosa que había jugado con los sueños, deseos y esperanzas de todo un pueblo, decir que había madurado y que el maltrato hacia esos Digimon era una de las cosas que más la avergonzaban, pero consideró que cualquier tipo de réplica sería mal recibida, así que terminó su ración sin ninguna queja, aunque, seguramente, parte de su desagrado se trasmitió en su cara, porque Palmon le susurró:
–No deberías despreciarlo. Es todo lo que tenemos.
Mimi no dijo nada. Quien tomó la palabra en ese momento fue Izumi, que había terminado su plato sin queja:
–Muchas gracias por la comida, –dijo, poniéndose en pie y haciendo una rápida reverencia–. Espero que sepan disculpar las molestias que les causamos y que no malinterpreten la actitud de mi compañera. Escuché que nombraron a Otamamon y Gekomon. ¿Están ellos aquí? ¿Testificarán en nuestro favor?
–Sí, están aquí, y sí, testificarán para ustedes. Ogremon también. Ahora, tengo que llevarlos ante los Tres Grandes Ángeles y las Cuatro Bestias Sagradas, que son el tribunal supremo del mundo y los encargados de juzgarlos. Veo que todos han terminado de desayunar. Excelente. Vengan conmigo, por favor.
Los Pownchesmon retiraron los cuencos y obligaron a los prisioneros a ponerse en pie y a caminar hasta la salida. Mimi miró a Taichi: giraba la cabeza entre los Chesmon, los Knightmon y Hackmon, como si buscara una hendidura en su defensa. “Está pensando en escapar”, se dijo. “Pero, ¿cómo podremos hacerlo sin Tailmon? ¿Y dónde iremos, si tenemos éxito? ¿Cuánto tardará Aero-v-dramon en darnos alcance?”. Tal vez Taichi tuviera un plan definido, pero ella no lograba ni siquiera vislumbrarlo.
Mientras pensaba estas cosas, dejaron atrás la fría y húmeda prisión y los cándidos rayos del sol de la mañana les golpearon las frentes.
–El amanecer es siempre una esperanza para el hombre –dijo una voz a espaldas de Mimi, como si recitara un mantra. Era Takeru.
Pero en el páramo donde estaba Hikari no había amanecido: todo era pardo y lúgubre. La única luz provenía de varios pares de ojos. Y el sonido de las olas era cortado por una respiración jadeante.
Hacía menos de un minuto que había llegado a ese mundo, y ya quería irse. ¿Por qué el ser que la había poseído, ese que tanta paz le trasmitía, le había insistido para que fuera a ese lugar? ¿Y si no había sido él? ¿Y si esto era una trampa? ¿Por qué había cedido a su voluntad? Se estremeció, se culpó, se arrepintió, pensó en su hermano, en sus padres, en Takeru, en Tailmon, pero era inútil: estaba sola en este mundo, y tenía que valerse por sí misma.
Una pisada. Los ojos se acercaron. Retrocedió, tropezó y quedó sentada en la arena.
–Esperábamos tu llegada, niña de la luz. Necesitamos una reina.
La voz de la criatura era húmeda, ansiosa. Las once primaveras de Hikari le vedaron el reconocimiento de la lujuria oculta en su tono, pero se turbó, de todas maneras. Quiso huir, pero no había dónde. Estaba rodeada.
–¿Una reina? ¿Para qué? ¿Por qué me eligieron a mí?
–Porque tú eres la única que puede procrear con nuestro Dios. Él está muriendo y tiene que dejar descendencia fuerte, para que pueda proseguir con su misión cuando él no forme parte de este mundo. Y Homeostasis nos dijo que tú serías la indicada.
A medida que hablaban, se iban acercando a la chica, cerrando el círculo. Ella lo sintió. Después, una mano viscosa sobre su hombro.
En el mundo real también estaba oscuro: escasas tres horas habían pasado desde que los siete Elegidos atravesaran el vórtice dimensional. Consumida su zozobra al reconocer al agresor de su familia, Masami Ushikawa continuó investigando ese universo.
Escaneó toda el área con otro programa pirateado del ordenador de Izumi: las piedras, los árboles, la hierba y las motas de polvo desaparecieron al instante, para dar paso a una secuencia estática de ceros y unos cuyo orden respondía a una lógica inasequible a su conocimiento; y aun las bestias y los niños fueron sustituidos por un código análogo, en este caso dinámico. Le sorprendió la usencia de dos, como los que había visto cuando Izumi abrió el portal desde la oficina de la Fuji, pero se decantó por asumir que el código ternario era una anomalía en aquel mundo. Nuevamente abrió el blog de notas y registró el detalle. Era la cuarta línea que llevaba escrita.
Entonces, centró toda su atención en dilucidar el patrón de cambio tras las secuencias. Lo primero que notó fue que eran análogos al movimiento de las bestias y de los niños; lo segundo, que el cambio más violento siempre se daba en el pecho de los seres; y finalmente, se dio cuenta de que ese cambio no respondía a movimiento, sino a remplazo. “Es como un proceso de sobreescritura de data”, se dijo. Y una quinta línea se agregó a su blog de notas.
En ese momento, los Elegidos y sus compañeros caminaban hacia la estancia dónde se llevaría a cabo su juicio. Antes de llegar, pasaron por el sexto círculo de la ciudad, en el que se encontraban los templos y hospitales, y Patamon giró la cabeza y se bajó del gorro de Takeru. El muchacho sintió la falta de su peso, se detuvo y preguntó:
–¿Qué sucede, Patamon?
–Me preguntaba si podría ver a Tailmon. Quiero saber cómo se encuentra.
El séquito completo se detuvo. Hackmon pareció pensarlo unos momentos, y luego dijo:
–Está bien. No creo que haya mucho problema, siempre que sea rápido.
Un Knightmon se acercó a él y susurró unas palabras en su oído, pero él negó con la cabeza. A continuación, hizo una seña para que lo siguieran.
Los llevó a una construcción pequeña, completamente blanca.
–Ella está internada aquí –dijo.
Los elegidos y los Digimon se adelantaron, pero Hackmon les cortó el paso.
–Solo uno podrá pasar.
–¿Por qué?
–Porque ustedes son prisioneros. Y para no perturbar al paciente.
–Yo iré, entonces –dijo Taichi, y dio un paso al frente.
–No –dijo una voz. Era Patamon. –Yo quiero ir.
–¿Por qué? ¡Es el compañero de mi hermana! ¡Yo tendría que ir!
–Si Hikari estuviera aquí, no me opondría a que ella fuera, Taichi. Pero tú no eres ella. Tailmon no es para ti más que la compañera de tu hermana. Para mí es una compañera de vida. Ambos pasamos los últimos tres años cuidando bebés en la ciudad del comienzo. Te pido que me entiendas, por favor.
Taichi no parecía dispuesto a ceder.
–Déjalo, por favor, Taichi –dijo Sora. El moreno se volteó.
–Queda poco tiempo. ¿Van a entrar o no? Hackmon sonaba impasiente.
Yagami cedió, y Patamon entró en el recinto.
La habitación no difería de la de cualquier hospital de la ciudad que otrora estuviera sometida a Mugendramon: una ventana minúscula miraba al este, para que el paciente recibiera el calor de la mañana; las paredes y el suelo eran de mármol blanco; había aparatos y monitores por doquier, y en medio, en una humilde camilla blanca, se encontraba ella, Tailmon. Aún no había despertado, y si no fuera por los vendajes en su cabeza, el suero y el respirador, Patamon juraría que solo estaba dormida. A su lado hacía guardia un ser con forma de conejo. Le había estado midiendo el pulso, pero lo distrajeron el sonido de la puerta y el incesante aleteo del Digimon volador.
–Disculpa la molestia, Cutemon –dijo Hackmon, al entrar tras el roedor alado. –La paciente tiene visita.
–Muy bien. Pero que sea rápido.
–¿Cómo está ella? –preguntó Patamon.
–No hay riesgo de muerte. Pero tampoco hay señal de que vaya a despertar. Probablemente se quede así por tiempo indefinido.
Patamon no apartó la vista de la gata mientras Cutemon hablaba. Luego, dejó de volar, descendió, se acercó a ella y apoyó sus patas delanteras en uno de sus guantes, como acariciándolo. Comenzó a quitarle el guante para apretarle la mano desnuda, en un afán vano de trasmitirle energía, y en ese momento encontró la cicatriz que le había hecho Vandemon. “Ella ha sufrido mucho más que yo”, se recordó.
¿Cuánto tiempo estuvo sosteniendo esa pata herida entre las suyas, perdido en sus pensamientos? Probablemente más de lo que imaginaba, porque Hackmon lo apuró, y lo hizo salir de la sala. Antes de irse, se giró y dijo en voz alta:
–Te prometo que, cuando despiertes, lo primero que verás será el rostro de Hikari.
Entre tanto Hiroaki Ishida estaba en la computadora de la oficina de noticias de la Fuji, buscando en los archivos toda la información que pudiera sobre Masami Ushikawa. Al cabo de veinticinco minutos había conseguido recolectar un par de datos, pero ninguno verdaderamente relevante: ella había nacido en Hikari ga Oka, en abril de 1982; durante la primaria sus notas habían sido sobresalientes, sobre todo en el área de informática; a los dos años de ingresada en el instituto, sus padres murieron en el atentado de gas Sirin y ella fue obligada a mudarse, junto con su hermano incapacitado, a casa de su tía, en Odaiba; después de eso, solo se mencionaba que el siete de marzo del 2000, había entrado a las Fuerzas de Autodefensa de Japón, en el área de prevención de delitos informáticos. El hecho era sorprendente por tres motivos: primero, que hubieran dejado entrar en las Fuerzas de Autodefensa a una chica de diecisiete años que aún no había acabado el bachillerato; segundo, que hubieran dejado entrar a alguien con claros problemas psiquiátricos (no había información de ellos en sus fuentes, pero confiaba en la pericia periodística de su esposa); y tercero, que un miembro de las fuerzas de autodefensa estuviera trabajando en una comisaría, en una posición de subordinada. Después de su incorporación a las Fuerzas de Autodefensa, toda información se perdía por completo. Era natural; Japón protegía bastante la privacidad de los miembros de sus fuerzas de seguridad, y él tuvo que recurrir a fuentes muy oscuras para recolectar los datos que tenía, que, sin embargo, eran baladíes.
A pesar de ello, se puso a pensar en la primera de las tres cosas que lo incomodaban. ¿Por qué tomarían las fuerzas de autodefensa a alguien que aún no había terminado el bachillerato, y mucho menos alcanzado la mayoría de edad? ¿Tendría que ver aquello con el conocimiento que tenía acerca de los Digimon? Y si era por eso, ¿por qué no pudieron esperar, aunque fuera, un par de meses más para incorporarla? ¿Qué había pasado el siete de marzo del 2000? El segundo enigma, por supuesto, también traía interrogantes aparejados: ¿Qué indicaba el hecho de que hubieran admitido a alguien, no obstante sus más que probados problemas psiquiátricos? ¿A caso las Fuerzas de autodefensa habían flexibilizado su sistema de admisión? Lo dudaba. ¿Quería decir, entonces, que los del gobierno habían optado por creer la historia por la que Ushikawa había padecido tantas horas de terapia? Y si era así, ¿qué les había hecho cambiar de opinión?
Patamon salió del hospital con fuego en la mirada. Cuando Biyomon le preguntó por el estado de Tailmon, él solo dijo:
–Ella despertará muy pronto, y quiero que Hikari esté a su lado cuando eso suceda. No perdamos el tiempo; terminemos rápido con este juicio para encontrarla y que se reúnan.
La determinación en su voz sorprendió a todos los miembros del grupo; Patamon solía destacar por su timidez y falta de seriedad, salvo en momentos extremos. Pero nadie comentó nada, y continuaron su camino.
Hackmon los condujo al séptimo círculo, nuevamente a la ciudadela. Antes de entrar, advirtió:
–Las Cuatro Bestias Sagradas y los tres Grandes Ángeles ya están aquí. Ellos serán los encargados de juzgarlos. No intenten escapar, por ningún motivo, porque ellos son infinitamente más fuertes que ustedes, les darán caza, los encontrarán y los ejecutarán, sin darles siquiera posibilidad de defensa. ¿Está claro?
Hackmon esperó, con suma paciencia, a que los catorce prisioneros asintieran con la cabeza, antes de girarse hacia la puerta y ordenar que la abrieran. Cuando hubieron entrado, a Koushiro le bastó solo un vistazo fugaz para darse cuenta de la veracidad de las palabras de Hackmon: en cada columna del recinto había parada una pareja de Yatagaramon haciendo guardia solemne; horda tras horda de Chesmon de distintos tipos y colores cubrían gran parte de los laterales de la estancia; en el aire, revoloteaban variantes de Angemon, pero con un solo par de alas; también había otros Digimon rosados, pequeños e incapaces de hablar; en el fondo de la sala, como siempre, estaban Jijimon y Babamon, sentados en sus tronos; delante de ellos, haciendo un semicírculo, había cuatro criaturas con forma de bestias: un enorme conejo bípedo, con tres pequeños cuernos en la cabeza; una rata con pies de araña y un pequeño par de alas, probablemente inútiles para el vuelo; una serpiente blanca, de aspecto amenazante, y un mono, vestido con ropas humanas, que tranquilamente hubiera podido pasar por un niño.
Pero había siete criaturas que, por sí solas, eran más imponentes que todo aquel despliegue. Las primeras dos eran ángeles de armaduras del color del cielo y cinco pares de alas doradas; uno de ellos tenía figura masculina y otro femenina; Koushiro pensó que se trataba de formas evolucionadas de HolyAngemon y de Angewomon. En medio de ambas criaturas, había otra que parecía una especie de conejo angelical. Pero las más impresionantes eran las cuatro grandes bestias de cuatro ojos, circundadas por doce esferas de luz: una tortuga bicéfala a cuya espalda crecía un árbol, un fénix de cuatro pares de alas, un tigre blanco y un dragón tan grande que varios adultos podrían columpiarse en los cabellos de su bigote.
Hackmon, como en la víspera, se arrodilló, frente a tierra, delante de los jueces, y dijo:
–He aquí a los Elegidos y los Digimon, mis señores.
–Llegan tarde –dijo el tigre.
–Lo sé –dijo Hackmon, la cabeza presionando con más fuerza el suelo. –Le ruego que me disculpe. Pero ellos querían ver a su compañera herida y yo…
–¿De modo que sucumbiste ante los deseos de los humanos? –gritó entonces el Fénix. –¿Con quién está tu lealtad? ¿Con estos humanos invasores o con tu mundo?
Koushiro se sobresaltó: uno de los jueces ya los había condenado sin siquiera oír su defensa. ¿Por qué sería? Pensó que, tal vez, el analizador pudiera darle una respuesta, pero cuando estaba abriendo su computadora, el fénix lo reprendió tuvo que guardarla.
Entonces, Jijimon se puso de pie, y cesó todo movimiento y ruido de la sala.
–Estamos aquí reunidos –comenzó–, para celebrar el juicio del Digimundo contra Taichi Yagami, Yamato Ishida, Sora Takenouchi, Mimi Tachikawa, Koushiro Izumi, Jyou Kido y Takeru Takaishi, por provocar desequilibrio en el entretejido espacio temporal del universo y ser los posibles desencadenantes de la ruina de este, y contra Agumon, Gabumon, Piyomon, Tentomon, Gomamon, Palmon, Patamon y Tailmon, por los cargos de rebeldía y alta traición, y por contribuir, con esto, a un posible cataclismo universal. Los jueces serán los Tres Grandes Arcángeles, Seraphimon-sama, Ophanimon-sama y Cherubimon-sama, y las cuatro Grandes Bestias Sagradas, Xuanwumon-sama, Qionglongmon-sama, Zhuquiaomon-sama y Baihumon-sama. ¿Cómo se declaran los acusados?
–Inocentes –dijo Taichi–. Hablo por todos mis compañeros.
–¡Claro! –dijo el fénix–. Todos son inocentes. ¿Podríamos terminar con esto rápido?
–Como diga. Que pase a declarar Centarumon, el primer testigo –dijo Jijimon.
El centauro se adelantó; había estado entremezclado en la muchedumbre; ninguno de los niños había notado su presencia. Al verlo, Koushiro desvió la mirada hacia Tentomon, que había bajado la cabeza. Según lo que Izumi sabía, su compañero había pasado los últimos tres años de su vida junto a ese centauro. Era, pues, entendible su dolor.
–¿Podría explicar, con sus propias palabras, las anomalías que sufrió el mundo desde la llegada de estos intrusos?
–Por supuesto, mis señores. Como ustedes saben, el flujo del tiempo ha sido variable e irregular a lo largo de las eras, pero todos los cambios se deben a la intervención de factores de poder extremo, que altera el entretejido espacio-temporal. La última vez que había ocurrido esto fue tras la manifestación del cuerpo físico de Apocalymon. Y ayer por la tarde volvió a ocurrir. Y fue por la llegada de estos humanos.
Taichi maldijo por lo bajo. Kousiro pudo entenderlo; para él también era humillante que Centarumon, el que los había ayudado a descifrar los misterios de los Digivices, estuviera abogando por sus muertes. Sin embargo, decidió tomar una estrategia defensiva y levantó una mano temblorosa.
–Disculpen, señores. ¿Podría hacer una pregunta?
–Ya la has hecho –dijo la tortuga bicéfala. –Pero no te preocupes, puedes hacer otra.
El fénix parecía disgustado. Koushiro se sonrojó ligeramente, pero prosiguió:
–¿Podrían decirme cómo saben que el tiempo se ha acelerado con respecto a nuestro mundo? Y, aun en caso de que sea cierto que el tiempo se ha acelerado, ¿cómo pueden saber que fue por nuestra culpa?
–Las respuestas a ambas preguntas se encuentran en la escritura de las paredes del laberinto –explicó Centarumon–. Justamente allí se dice que ayer, ustedes llegarían a este mundo y que, por eso, el tiempo se haría cinco veces más rápido que en el mundo real.
–¡Eso no constituye una prueba! –gritó Taichi.
–Es cierto –acotó Jyou–. Una cosa así no tiene ningún valor empírico; es solamente una falacia de autoridad.
Koushiro se estremeció; era evidente que las palabras de Yagami y Kido no habían sido del agrado del tribunal; hasta sus compañeros Digimon parecían incómodos.
–¿Te atreves a cuestionar la veracidad de las palabras escritas en el laberinto? –preguntó el fénix. –¿Quieres una prueba de que todo lo que hay escrito allí se ha cumplido? ¡Traigan a Messemon!
Se adelantó un ser con tres caras, una alegre, otra enojada y otra triste, y disparó hacia la computadora de Koushiro un pequeño rayo de luz. Al poco tiempo, el pelirrojo escuchó la señal de “nuevo correo” y revisó su casilla. El mensaje entrante era una imagen de las ruinas.
–Intenta traducirlos y leerlos en voz alta, a ver si te sorprendes –terminó el fénix.
Izumi pasó la imagen a formato texto con uno de los programas que le había facilitado Gennai tres años atrás, y con otro tradujo los Digimoji y se puso a leer. El resultado fue sorprendente: era la historia que habían vivido ellos en su primera aventura, hasta en sus más ínfimos pormenores. La lectura se prolongó hasta que el sol llegó al cenit y comenzó a descender, pero nadie interrumpió a Koushiro.
–… el tren ligero se perdió en el firmamento, el eclipse llegó a su fin y cada universo volvió a ser un sistema aislado.
Esa fue la última frase; después, silencio, uno incómodo, opresivo, casi tangible. Solo Jyou se atrevió a romperlo, aunque fue con un susurro trémulo:
–Sigue siendo una falacia de autoridad. El hecho de que unas predicciones hayan acertado, no quiere decir que lo vuelvan a hacer. Necesitamos un hecho comprobable.
El fénix parecía dispuesto a quemarlo:
–Este humano es capaz de desacreditar todo el conocimiento acumulado del Digimundo con tal de salvar su miserable pellejo. ¡No voy a permitir tal cosa!
Así habló, y extendió sus alas, hirviendo en negra cólera; y todos los Digimon de la estancia se estremecieron y retrocedieron, movidos por un temor sobrenatural, pues todos eran conscientes de cuán terrible era el poder de aquel ser. Pero el mayor de los Tres Grandes Ángeles extendió una mano, y con voz autoritaria dijo:
–¡Detente, Zhuqiaomon! Que no te ciegue la ira.
Y el fénix replicó:
–Tú y los de tu especie saben muy bien cómo no dejarse cegar por la ira, ¿verdad? Ni por la soberbia, ni por la avaricia, ni por la gula, ni por la pereza, ni por la lujuria ni por la envidia. ¿Tengo que recordarte qué pasó en la época primitiva?
–Mi especie recuerda muy bien los sucesos del alba de la época primitiva. Pero tengo el presentimiento de que tu enojo tiene más que ver con lo sucedido durante la llegada de los primeros humanos.
“Zhuqiaomon y este ángel se odian”, pensó Koushiro. “Si supiéramos por qué, tal vez podríamos usar esa información en nuestro favor. ¿Pero cómo averiguarlo?”
Sin embargo, Izumi no tuvo tiempo para planear una estrategia, porque el gran dragón azul había intervenido para calmar a los dos contendientes. Entonces, intentó buscar evidencia comprobable del trascurso divergente del tiempo en ambos mundos. El reloj de su computadora marcaba 13:42 del martes 16 de abril de 2002; según él, habían pasado 21 horas desde que los elegidos abandonaran su mundo. Tras comprobar esto, Izumi lo mostró a los jueces, pero el tigre blanco le hizo ver que eso se debía a que el reloj se había sincronizado con el tiempo del Digimundo.
Era cierto: una sencilla búsqueda en Internet reveló que en Tokio eran las 20:21 del lunes 15 de abril de 2002. Habían pasado cuatro horas y unos pocos minutos desde que se fueron; el tiempo en el Digimundo se había acelerado cinco veces, tal cual lo había predicho Centarumon. ¿Qué podían contestar a eso?
–Entonces es cierto que el tiempo se ha acelerado desde nuestra llegada –dijo Jyou–, pero no quiere decir que nuestra llegada haya sido la causa de esa aceleración. Que A pase siempre después de B no quiere decir que A sea consecuencia de B.
–Ese razonamiento es válido –dijo el conejo angelical–, pero en este caso sí podemos probar que fue por su causa la aceleración del tiempo.
–¿Por qué? –preguntó Koushiro.
–Porque ustedes abrieron un portal a este mundo manipulando el remanente de data de un ser de Witchenly muerto, para convertirlo en secuencia ternaria –comenzó a explicar el dragón–. Este mundo no está capacitado para procesar información ternaria, y eso puede traer consecuencias, como la aceleración del tiempo.
–Pero, ¿cuál es el problema con que el tiempo sea más rápido?
–Varios: en primer lugar, que la sobreescritura de datos que sufrimos es más frecuente y violenta, lo cual disminuye nuestra longevidad; en segundo lugar, una grieta, por ínfima y efímera que sea, puede desgarrar por completo el entramado espacio-temporal, y eso ocasionaría que el universo colapsara; y, por último, la sobreescritura podría alterar a la materia inerte, causando un final irremediable. Es algo parecido a lo que ocurrió con la distorsión propiciada por los seres de Witchelny en la época primitiva o por Apocalymon hace tres años.
–Nosotros salvamos el mundo –dijo Taichi–. ¿Cómo se atreven a compararnos con Apocalymon?
–Veo que está aflorando la soberbia propia de tu raza, humano –replicó Zhuqiaomon–. No debería sorprenderme. ¿Qué se puede esperar de una especie cuyos miembros abandonan a sus amigos a la muerte por un egoísta deseo de supervivencia, amparados en la excusa de que no les gustan las peleas?
–¿De qué habla? –preguntó Mimi.
–¡Zhuqiaomon! –replicó la tortuga bicéfala.
El fénix no articuló una palabra más, pero su silencio abrigaba una cierta hostilidad atávica. A partir de ese momento, y hasta el final de la audiencia, estuvo siempre con la vista fija en la elegida de la pureza.
–¿Alguien quiere preguntar algo más al testigo –interrogó Jijimon–, o ya podemos pasar al siguiente?
–¿Qué es Witchenly? –preguntó Izumi–. ¿Y qué hicieron sus habitantes en la época primitiva?
Centarumon comenzó a hablar, pero…
–Esa no es una pregunta para el testigo –replicó el fénix.
–No es para el testigo –dijo Izumi–. Es para ustedes. Después de todo, ustedes fueron los que nombraron ese lugar. Y más de una vez. Ahora bien: si el testigo quiere contestarla, creo que deberían dejarlo.
–Es irrelevante para el caso. Y te sugiero que te concentres en otras cosas, como, no sé, en intentar salvar tu vida. ¿Tengo que recordarte que puede pesar sobre ti una sentencia de muerte?
“Algo me dice que Witchelny y el enojo de Zhuqiaomon con los humanos está relacionado. Pero creo que es mejor dejarlo, por ahora”.
–No hay más preguntas –dijo Izumi.
–El testigo puede retirarse, entonces. Que pase Ogremon. Él testificará por los acusados.
Hiroaki Ishida estaba convencido de que la incorporación de Ushikawa a las Fuerzas de Autodefensa de Japón a tan temprana edad tenía que ver con los sucesos del 6 de marzo del 2000. Recordaba ese día: de las doce a la una la web había sido inaccesible; la comunicación por satélite, la vía telefónica y la banda ancha habían estado presentando intermitencias; el proveedor no le había suministrado respuestas concretas, y un comentario sutil le había dado a entender que estaba ante un problema global.
Poco tiempo después, había escuchado un zumbido ensordecedor, como si un avión se estuviera acercando. Alguien gritó que Estados Unidos había lanzado un ICBM en dirección a Odaiba; alguien dijo que eso era imposible, que violaría todos los tratados de paz de 1945; alguien maldijo al Partido Republicano; Sakurada se puso a recitar un mantra, y él salió de la oficina, con una cámara, en dirección a la bahía.
Llegó justo a tiempo para ver a la gran mole de metal incrustarse contra el mar. Reinaban el caos y la confusión; holeada tras holeada de civiles aterrorizados corrían en todas direcciones, y patrullas de autodefensa se movían hacia la zona cero.
Ya en la oficina, había entregado su grabación y ordenado que la publicaran. La imagen que se trasmitió a todas las televisoras de Japón no dejaba lugar a equívocos: el objeto que había impactado en la bahía era un LGM-30G, que contenía una ojiva nuclear; Estados Unidos era su país de procedencia, y al lanzarlo, se habían violado todos los tratados de paz del 45. Ishida, colérico, ordenó que trasmitieran la imagen permanentemente, acompañada por el titular “Tercer ataque nuclear estadounidense sobre suelo nipón”, mientras él se enfrascaba en la redacción de un editorial virulento en el que denunciaba la hipocresía de Estados Unidos al violar los tratados de paz que le había impuesto a Japón tras usar a su población como ratas de laboratorio de armas nucleares, llamaba a pedir la desmilitarización del monte Fuji y de todo el territorio de Osaka y resaltaba la necesidad de que los propios japoneses se hicieran cargo, una vez más, de la defensa de su territorio.
Pero ese editorial nunca vio la luz: veinte minutos después de que se comenzaran a trasmitir las imágenes, hubo un fallo en el sistema, que solo afectó a la Fuji TV, y a las tres de la tarde, unos autos negros estacionaron delante de la oficina improvisada, y unos hombres de traje entraron y solicitaron hablar con el jefe de noticias. Ishida dijo que era él, y los hombres lo invitaron a subir a sus vehículos y lo condujeron ante la Agencia de Defensa.
Allí, un funcionario de bajo rango le dijo que no dijera nada de lo ocurrido entre Estados Unidos y Japón en aquel momento, porque podría poner en peligro la paz mundial, y lo instó a escribir un comunicado en el que se retractara de todos los comentarios vertidos por su agencia de noticias en las últimas horas. Ishida se negó; habló de ética profesional, de su deber como periodista, de que no podía omitir un hecho tan importante, pero el funcionario lo interrumpió:
–¿Cómo están sus hijos, Yamato y el pequeño Takeru? ¿Están bien en casa de su abuela?
–¿Eso que tiene que…? ¿Cómo sabe que están en casa de su abuela?
–Mi función es saber, señor. Saber todo lo que pueda sobre los potenciales peligros para la patria, sean estos políticos, terroristas o… reporteros.
Hiroaki no dijo más; la amenaza estaba explícita. El funcionario lo escoltó a la salida, y luego en coche hasta la oficina. Una vez allí, prohibió a sus subordinados articular palabra sobre lo ocurrido aquel día, ordenó a Shioka que recomenzara la trasmisión, se puso delante de los focos, se presentó ante el público como el director de programación y pidió disculpas a su público por haber soltado la información de un ataque nuclear. Al ver la retrasmisión de su mensaje, le pareció que su tono escondía algo de hipocresía, pero a lo mejor los espectadores no notaran qué hubiera querido decir en verdad. Después, solicitó permiso para irse antes de tiempo.
Yamato llegó a la casa un poco antes de que anocheciera. En su cara se conjugaba la sorpresa por encontrar a su padre en la casa y algo parecido al alivio.
–Esta noche cociné yo –dijo Hiroaki, poniendo frente a él un plato de Tamagoyaki con salsa de limón.
Comieron en silencio. Luego, Yamato se puso de pie, anunció que se iba a dormir y se dirigió hacia su cuarto.
–Buenas noches, hijo.
Yamato se detuvo, fue hacia él, lo abrazó muy fuerte y se puso a llorar en silencio. Hiroaki se sorprendió; solo había visto llorar a su hijo tres veces desde su divorcio. Sin saber qué hacer, lo rodeó con sus brazos. Él también quería llorar.
La primera jornada del juicio contra los Elegidos había llegado a su fin, y el cielo se había teñido de aquel color salmón tan característico del Digimundo. Desde que se disculpara por la tardanza, Hackmon no había articulado una palabra más. Silencioso, se había recluido en una esquina y analizado los testimonios, los argumentos y contraargumentos: Izumi y Kido habían sostenido su postura de manera ligeramente aceptable durante el testimonio de Centarumon, pero cuando Ogremon subió al estrado, lo poco que habían construido se derrumbó ante sus ojos. El Digimon ogro había comenzado su testimonio elogiando las virtudes morales de los niños y sus compañeros, pero Zhuqiaomon lo había cortado, recordando a la audiencia y a los otros miembros del tribunal que él había formado parte de las huestes de Devimon y que, por lo tanto, su visión de lo que era bueno y moral era discutible y contrastaba con los intereses del colectivo del Digimundo, y que el hecho de que alguien con esos comportamientos considerara moralmente buenos a los acusados no hacía más que poner en tela de juicio sus valores. El argumento, como había señalado Kido, era un ataque personal y un arenque rojo; pero el tribunal había sido indiferente a sus argumentaciones, y Ogremon, atrapado en una intrincada red de sofismas, desmentidas, versiones, reversiones, perversiones y engaños que superaban su capacidad intelectual, terminó colapsando y clamando a gritos que nada de esto habría sucedido si Devimon hubiera tomado el poder en primer lugar.
Luego de tal blasfemia, toda la sala quedó en silencio, hasta que Jijimon-sama anunció el fin de la jornada y dio la orden de llevar a los prisioneros al calabozo. Solo entonces Hackmon abandonó su puesto, se dirigió a los Elegidos y los escoltó hasta sus celdas. En el camino, Patamon volvió a suplicar ver a Tailmon, pero Hackmon no sucumbió ante su ruego; no quería incurrir nuevamente en la ira de sus superiores. Cuando hubo asegurado a los cautivos, se dirigió a la biblioteca, no sin antes dar un breve paso por el hospital.
–¿Cómo está?
–Sigue estable –respondió Cutemon–. Por su pulso, podríamos decir que ha tenido una leve mejora. Pero no puedo saber si despertará. El golpe ha sido muy fuerte.
Hackmon asintió, silencioso, los ojos paseándose por el cuarto, hasta fijarse en el único efecto personal de la felina: un pequeño silbato de plata que provenía del otro mundo. Nostálgico, acaso melancólico, lo tomó entre sus zarpas y se lo llevó a la boca. ¿Cuántas veces había escuchado ese sonido en el alba de sus días, cuando era un Botamon feliz que recorría los acolchados suelos de la ciudad del comienzo? Dio un pitido temeroso; las ondas sonoras se propagaron por la estancia con suma velocidad, y Cutemon lo interrumpió: el ruido había perturbado a Tailmon; los latidos de su corazón habían aumentado peligrosamente.
Hackmon pidió disculpas, hizo una reverencia y abandonó la sala.
Las criaturas la llevaron a la orilla del mar. Ella hubiera querido resistirse, pero la brutal diferencia de poder entre su frágil cuerpo de once años y las zarpas reptiloides de sus captores le hicieron darse cuenta de que sería inútil. Una vez más, la cuarta desde que llegara a ese mundo, se encomendó a Homeostasis.
Dos de esas criaturas se quedaron reteniendo a Hikari por los hombros, y el resto (más de una docena) se puso de rodillas delante de las aguas cenicientas y articularon una serie de sonidos guturales, irreproducibles por el aparato fonador humano:
–Ph’nglui mglw nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.
Después de salir del hospital, Hackmon se dirigió al lugar en el que había consumido casi todos sus crepúsculos desde que entrara, recomendado por Gankoomon, a engrosar las filas de los ejércitos dirigidos por Jijimon-sama: la Gran Biblioteca central. Construida en el extremo occidental del sexto círculo de la ciudad, justo en el flanco opuesto del edificio en el que se encontraba Tailmon, la gran biblioteca encerraba, en sus más de cuatro pisos de pasillos y anaqueles, la mayor colección de rollos de papiro, tablas de arcilla y volúmenes encuadernados que se pudiera encontrar en el Digimundo, de tal manera que un Digimon podría consumir diez existencias escrutándola sin alcanzar a cubrir su magnificencia; y sin embargo, Hackmon había oído que esta no era más que una simple y paupérrima sombra de aquella que se ocultaba en el corazón del país de los brujos, que era, según se decía, un universo en sí misma.
Cuando el pequeño dragón entró a la biblioteca, lo asaltó una profunda sensación de intemporalidad, como si el tiempo se hubiera disecado, y no hubiera transcurrido un segundo desde que abandonara ese edificio por última vez. Sus automáticos pies lo condujeron al primer mostrador, movidos por la costumbre.
–Buenas noches, Hackmon. ¿Te traigo el libro de referencia de Digimon? –preguntó el recepcionista, un conejo bípedo, de color amarillo.
–No, gracias, Neemon. Esta noche me apetece leer algo diferente.
–Hay muchas cosas interesantes, dependiendo el campo en el que quieras incursionar. ¿Necesitas un concejo?
–Muchos. Por eso vine a buscar un libro.
–¿Y ya pensaste cuál quieres leer?
Hackmon dio un suspiro:
–El libro de las revelaciones del Digimundo –dijo.
El rostro de Neemon se ensombreció; le indicó que esperara allí, se puso de pie, se giró y se perdió entre los pasillos.
La puerta del calabozo acababa de cerrarse frente a los elegidos y los Digimon, y una vez más volvían a estar en la oscuridad casi absoluta, perturbada solo por el brillo del monitor del portátil de Koushiro. Hackmon les había dicho que no volvería hasta la hora segunda de la mañana, para llevarlos una vez más ante el tribunal supremo.
–¿Y tendremos la cena?
–No. Se los dije esta mañana: ustedes son prisioneros; no tendrán más comida que un plato de guiso por día. Les recomiendo que replanteen su estrategia de defensa. No es por nada, pero hoy no han quedado bien parados.
–Tiene razón –dijo Koushiro cuando los ecos de la puerta al cerrarse y de las pisadas del pequeño dragón se hubieron perdido en la distancia–. No nos ha ido del todo bien. Es evidente que Zhuqiaomon quiere matarnos, y que él y los ángeles tienen una relación bastante tensa. ¿Habrá alguna forma de sacar provecho de eso? ¿Por qué Zhuqiaomon odia a los humanos? Tal vez el analizador pueda darnos alguna respuesta.
–No creo que puedas sacar ventaja de la enemistad de las bestias y los ángeles –dijo Sora–. En el mejor de los casos, conseguirás que empiecen a discutir y que pasen a un combate, y eso solo reforzará la imagen que quieren imponer de nosotros como chicos peligrosos.
–Estoy de acuerdo con Sora –dijo Jyou–. Al menos uno de nuestros jueces quiere asesinarnos, y lo peor que podemos hacer es darle más excusas para justificar su postura. De verdad, nunca vi razonamientos tan malintencionados.
–¿Y qué sugieres?
–Nada –dijo Koushiro cerrando la tapa de su ordenador, dejando el ámbito completamente en las sombras–. El analizador de Digimon no tiene información alguna sobre el pasado de las bestias sagradas.
–¿Qué sugiero? Pues es obvio: convencer a los otros seis jueces; no dejar que nos condenen.
–Así dicho suena fácil– dijo Yagami–, pero tú sabes que eso consumirá gran parte de nuestro tiempo, y que tiempo es lo que más nos falta. Todos sabemos qué debemos hacer, aunque ustedes parecen no querer reconocerlo: ir a por Tailmon, huir de esta ciudad y ponernos a buscar a Hikari. Yo lo haré; si ustedes quieren acompañarme, me parece bien; si prefieren quedarse aquí, por mí no hay problema. ¡Agumon, evoluciona al nivel mega!
Al cabo de un rato, se oyó un conjunto de pasos que se acercaban a Hackmon. Luego de unos pocos segundos, apareció Neemon, acompañado de otra figura: tenía un tamaño inferior al del conejo amarillo y cuerpo antropomórfico, aunque con variaciones típicas de un mutante.
–Buenas noches, Hackmon. Neemon me ha dicho que estabas interesado en ver el libro de las revelaciones. ¿Es cierto?
–Sí, Bokomon-sama. Tengo muchas dudas que turban mi corazón, y creo que en el pasado del Digimundo encontraré las respuestas que necesito.
–Si crees que las respuestas están en el pasado, allá tú. Para mí, lo que fue es menos oscuro que lo que viene, y eso me preocupa. ¿Conoces las reglas?
–Por supuesto: usted estará vigilándome todo el tiempo que dure la lectura, y tengo terminantemente prohibido tocar los pergaminos.
–Así es. Ahora, ven conmigo.
Bokomon condujo a su huésped por un caos de sórdidas galerías que desembocaron en una estancia pentagonal en cuyo centro había un taburete y a cuyo alrededor se agrupaban ocho rollos de pergamino. Hackmon sabía que originalmente eran nueve, pero que el último se había perdido en el destierro de los magos, durante el primer contacto con los humanos.
–¿Qué parte de la historia quieres conocer?
–La segunda venida de los humanos al mundo.
–Pergamino ocho, pues –dijo Bokomon. Se acercó a uno de los extremos de la habitación, se puso unos guantes especiales, tomó el último pergamino del grupo y lo desenrolló sobre la mesa de lectura.
Hackmon se acercó con un respeto ancestral. Muchas veces antes había pedido acceso a estos textos, pero Bokomon siempre se lo había denegado. Incluso había llegado a solicitar la intervención de Jijimon-sama, pero él siempre había confiado en el juicio del director de su biblioteca. Ahora, sin embargo, Bokomon no había puesto objeción alguna. ¿Por qué sería? “Ya tendré tiempo de averiguarlo luego”, se dijo. Por el momento, solo agachó la cabeza y se sumergió en ese mar de palabras sagradas.
Seis niños y seis Digimon se echaron hacia atrás y se taparon los ojos, temerosos de que el resplandor que antecedía a la evolución los cegara. Trascurrieron uno, tres, cinco segundos. No ocurrió nada. Temerosos, vacilantes, comenzaron a separar los párpados.
La escena que se presentó ante ellos fue inusual: Taichi y Agumon estaban enfrentados, sus ojos clavados en los del otro; el humano apuntaba a su compañero con su dispositivo; el Digimon apretaba las zarpas con fuerza.
–¡Agumon, evoluciona al nivel mega! –Repitió Yagami.
Una vez más, no ocurrió absolutamente nada. Agumon continuó mirando a su compañero.
–¿Qué pasa? ¿Por qué no funciona?
–Sí funciona, Taichi –dijo Agumon–. Lo que sucede es que yo no quiero evolucionar. No lo haré.
–¿Por qué?
–¿De verdad quieres que ataque un hospital?
–¡Quiero que rescates a Tailmon, irnos de aquí y poder encontrar a mi hermana!
–¿De verdad quieres que ataque un hospital?
Silencio. La presión que ejercía la mano de Taichi sobre el Digivice se aflojó un poco y sus brazos cayeron, como inertes.
–Es la única solución que veo –dijo suspirando y dejándose caer al suelo–. Ese lugar al que asistimos hoy es una sala de ejecución, no una corte ni un tribunal. Y mientras perdemos el tiempo allí, mi hermana está quién sabe dónde…
En ese momento se silenció, abrió fuertemente los ojos, se cubrió la cara y comenzó a sollozar. Acababa de oír, una vez más, el llamado de Hikari:
–¡AYÚDAME, TAICHI!
Durante un tiempo, nadie se atrevió a decir nada. Al cabo de un rato, Taichi se calmó ligeramente, y comenzó a hablar de nuevo:
–Ustedes no tienen idea de cómo me siento. No saben nada. Ninguno de ustedes sabe lo que es tener a un familiar en peligro, y sentir que no puedes hacer nada para ayudarlo.
–¿Ah, no? –dijo una voz sarcástica. Era Yamato–. Yo recuerdo otra cosa. Recuerdo que, antes de que se cumpliera una semana de mi llegada a este mundo, un demonio nos separó, perdí de vista a mi hermano, y caí junto a un imbécil que estaba más interesado en saber qué había más allá del mar que en reencontrarse con el resto del grupo. Cuando salgas de tu estado de enajenación, tal vez te presente al imbécil.
A Taichi lo asaltó un fárrago de sensaciones dicotómicas y antagónicas: el deseo de golpear a Yamato, de maldecir a todo el mundo, de gritarle a Agumon que era un traidor y un mal compañero se mezclaban con la culpa y la aceptación de sus errores. A su mente acudieron todos los recuerdos que había tenido de su aventura junto a los Digimon: un pequeño Koromon, en Hikari ga Oka, escondiéndose detrás de él para escapar de las garras de su gato; su hermana subida a lomos de un Agumon gigante que corría por los laberintos de la gran metrópolis, mientras él los perseguía con sus endebles piernas de siete primaveras; el temblor del frágil cuerpo de cuatro años de Hikkari, mientras él intentaba cubrirla de las embestidas de un dinosaurio y un loro que habían hecho de la ciudad su campo de batalla; el eco de un silbato, que se perdía en el alba, entremezclado con sirenas de patrullas y ambulancias; el par de ojos carmesí que lo miró fijamente, cuatro años más tarde, cuando recuperó el conocimiento en una selva de un mundo artificial; el vértigo de caer por un precipicio por las pinzas de un gran escarabajo rojo; el familiar olor de la sal, y la esperanza efímera depositada en teléfonos inútiles; el brutal apretón del tentáculo de un molusco en sus costillas; la luz de la evolución, que había brillado dos veces en un día; el lago, la llanura, la fábrica, la cloaca, la aldea de los juguetes, donde experimentó ser un niño vacío, y la montaña en cuya cima los aguardaba un demonio; la separación, el frío, la curiosidad desconsiderada por una orilla incógnita, el reencuentro, la subida a la montaña, el incremento de la oscuridad, la batalla final, el sacrificio de un ángel, la nueva llamada, el viaje hacia un nuevo continente, Whamon y sus entrañas, las etiquetas de la cueva subterránea, la llegada, el desierto interminable, la destrucción aldea de Koromon, el emblema, que lo había elegido a él, su soberbia trasmutada en una evolución fallida, el miedo, el entrenamiento en un bote que lo embarcó al pasado, la autoaceptación, un correo electrónico de un remitente engañoso, su temeridad, el muro electrico y el tesoro que lo aguardaba tras él, la evolución correcta, la lucha, la distorsión, la vuelta a su mundo, la aceptación de su destino, la búsqueda de sus compañeros… Todo eso y más pasó ante sus ojos, y después se vio a sí mismo en su situación actual, y se sintió miserable, corrupto, indigno.
–Solo espero que todo esto termine– dijo al fin. Esas fueron sus últimas palabras de la noche.
Lo primero que llamó la atención de Hackmon fue el orden y disposición de las palabras: el manuscrito se componía de cien versículos con un número exacto de ciento noventa y seis sílabas cada uno, distribuidas en catorce versos de métrica y rima regular; el idioma era el del alba de los tiempos, que muchos Digimon habían olvidado; solo el amplio conocimiento de Hackmon le permitió entenderlo, aunque no sin cierta dificultad. He aquí el texto en lengua moderna, en una traducción bastante fiel; la métrica y la rima se han perdido, pero se respeta el número de los versículos:
1 Vencido y arrojado el señor de las tinieblas al fondo del abismo de la zona oscura, abatidos sus seguidores más fieles y encerrado su lugarteniente al otro lado del sempiterno muro de fuego, los cinco niños del mundo allende el firmamento y sus compañeros habían sucumbido, la población de Digimon estaba diezmada, muchas especies se habían perdido, y aun islas y continentes enteros quedaron reducidos a nada; y los pocos supervivientes clamaron por su dios, pero él había muerto intentando mantener a salvo los distintos universos, y ni siquiera su asistente podía atenderlos, pues estaba cumpliendo postreras misiones secretas.
2 Y viendo que sus llamados no eran respondidos, comenzaron a buscar culpables; y he aquí que una voz anónima reclamó la cabeza de AncientWisemon, y a esa voz se sumó otra, y otra más, y al cabo de pocos minutos asemejaban el clamor de un océano embravecido; sin embargo, sus peticiones y argumentos fueron ignorados, pues él había sido sentenciado al exilio muchos años antes, por experimentar con programación avanzada, atenuada la pena de muerte en honor a sus glorias pasadas; y ante esto, él había tomado la palabra y dicho:
3 “Mis arcanos conocimientos me habían advertido de este día, pero mi corazón se negaba a creerlo. Abandonaré, pues, este mundo, y que todos los que han sido fieles a mi causa vengan conmigo, si así lo desean; mas a aquellos que clamarán por mi sangre les advierto: he visto el futuro, y este universo no está en él. Como en el alba del tiempo le di a esta civilización el inmerecido don de la escritura, ahora les ofrendaré profecías, mas con esta maldición: no podrán descifrar nada sino hasta justo antes de su cumplimiento, y todo lo que hagan para evitarlas solo acelerará su ruina”.
4 Así habló, y fue tan grave su tono que nadie dudó de esta tremebunda sentencia; y he aquí que se alzó una fortaleza de arcaicas murallas y laberíntica arquitectura, y quienes la visitaron vieron en sus paredes ciertos Digimoji indescifrables, que el tiempo reveló como proféticos; sin embargo, no pudieron preguntar a su hacedor nada sobre su origen y características, pues él y los suyos se habían ido, atravesando universos de tiempos y leyes dispares; y poco después habían establecido los rudimentos de una sociedad regida por códigos propios, que floreció a ritmo desmesurado, hasta que AncientWisemon pudo descubrir una biblioteca infinita, cuyo núcleo albergaba un improbable libro tautológico.
5 Y sucedió que en este nuevo universo de magos vio la luz un ser cuyo corazón amalgamaba curiosidad e imprudencia extremas; y su intrepidez de espíritu lo arrastró por caminos turbulentos a la rumoreada biblioteca, pues había oído que ella guarnecía los secretos del universo; y tres veces estuvo su alma a punto de sucumbir, y tres veces pudo levantarse, y se encontró, al fin, frente al libro que nadie le había prometido, y le pareció incomprensible, pero pudo leer una sola línea que decía estas palabras: “Los señores de las tinieblas buscan por todos los medios sellar los cuatro pilares del mundo para ganar poder”.
6 Entonces el propio AncientWisemon se apersonó ante el inesperado lector, y le dijo que había violentado el orden cósmico y que debía castigarlo, y por la conjunción entre la autoridad que emanaba de su interlocutor y el deseo de conocer el mundo de origen de su especie, aceptó ser exiliado a ese lugar; y he aquí que el gran sabio trasportó a aquel blasfemo al otro universo; y el poder de su magia fue tal que desgarró el entretejido espaciotemporal, y el muro de fuego que era cárcel del lugarteniente del segundo señor de las tinieblas sucumbió por un instante; y comenzó, así, una nueva era de desequilibrio en el cosmos.
Hackmon quería seguir leyendo, pero en ese momento escuchó unos pasos que se acercaban a él. Era Bokomon.
–Han pasado tres horas –le dijo–. Tengo que cerrar la biblioteca. ¿Has encontrado lo que buscabas?
Hackmon negó.
–¿Te falta mucho?
Hackmon señaló por donde iba. No era ni un diez por ciento del pergamino. Traducir le había consumido más tiempo de lo que esperaba. Pidió disculpas por eso, hizo una reverencia y se fue a su cuarto. Mientras caminaba, se puso a pensar en varias cosas: el laberinto que se encontraba en la jungla de la Isla File era, sin duda, aquél que había invocado AncientWisemon; sabía de buena fuente que las runas de sus paredes habían predicho con sorprendente certeza la llegada de Apocalymon, pero el libro de las revelaciones insinuaba que el propio AncientWisemon había sido responsable de liberarlo; eso quería decir que probablemente la historia siguiera un curso dirigido por él; entonces, tal vez, la virtud del gran hechicero fuese menos la magia que la maquinación y la intriga. Mientras pensaba eso, sus pies cambiaron de dirección y se encaminaron hacia el séptimo círculo de la ciudad, más concretamente hacia el palacio de Jijimon. Cuando llegó allí, pidió una audiencia con él a uno de los Yatagaramon que montaban guardia, pero le fue negada, pues en ese momento estaba reunido con los siete jueces, y luego lo reclamarían sus breves horas de sueño. Una vez más, el joven aspirante a caballero hizo una sutil reverencia y se alejó a paso lento.
Mientras se alejaba, vio cuatro figuras disimuladas entre las columnas exteriores de la ciudadela. No parecía que se estuvieran escondiendo de algo; era, más bien, como si la costumbre o la disciplina los hubiera adiestrado para pasar desapercibidos. Se acercó a ellos; eran el conejo, la serpiente, la rata y el mono que escoltaban a las Cuatro Bestias Sagradas; Hackmon sabía que eran algunos de los doce servidores que Ygdrasil había otorgado a las cuatro bestias, tras revivirlas después de su muerte en las postreras jornadas de la época primitiva. Se preguntó qué pensarían de sus amos, si se opondrían, de alguna forma, a las actitudes que habían tomado en el juicio, qué hubiera pasado si ellos cuatro hubieran sido los jueces; poco después comprendió que esas dudas eran baladíes.
–¿Dónde estuviste todo este tiempo? –La voz de sistermon Noir intentaba camuflar con autoritarismo su preocupación.
–Leyendo –dijo Hackmon.
–“Leyendo” –repitió ella, burlona–. Espero que te hayas entretenido en tus mundos de fantasía. Tu cena está servida.
Hackmon miró el plato de sopa, se acercó a él y lo probó: estaba frío. Le desagradaba un poco, pero no exteriorizó nada, ni siquiera con un gesto, pues sabía que eso era lo que Noir quería, y no deseaba darle ese gusto. Como uno de los capitanes de los ejércitos de Jijimon-sama, tenía autoridad sobre la gran mayoría de los Digimon de la ciudad; pero había sido la voluntad de Gankoomon, su maestro, su guía y su autor, que las hermanas Noir y Blanc se encargaran de completar su entrenamiento y formación, y la idea de contrariar ese mandato le resultaba inconcebible.
Su mente voló, una vez más, al desierto ígneo en el que, aún con su cuerpo de Koromon, había sucumbido a la desesperación, a la sed abrumadora, al calor corrosivo, al sol despiadado, y donde alguien lo había rescatado de la muerte. La incógnita figura lo había recogido con suma delicadeza, lo había llevado a un refugio seguro, le había dado alimento y agua en abundancia y lo había dejado descansar en un colchón tan mullido como aquellos que abundaban en la ciudad del comienzo; no había forma de saber qué intenciones motivaban su accionar, pero la breve experiencia de vida de Koromon lo habían hecho escéptico a la caridad desinteresada. Dos días después, cuando ya estaba en buenas condiciones, su salvador, que se había presentado con el nombre de Gankoomon, le dijo que estaba preparado para irse, y él preguntó por qué lo había ayudado, y la respuesta fue que el dios del Digimundo, Ygdrasil, les había dado a sus doce caballeros la orden de reconstruir el mundo y salvar cuántas vidas pudieran. Aquella revelación turbó levemente a Koromon, pese a su escepticismo, pues una parte de él había comenzado a idealizar al caballero.
–¿Eso quiere decir que, si tu dios te hubiera dado la orden de matarnos a todos, tú lo habrías hecho?
–Nuestro dios es un ser de amor puro; cada orden que dé, sea cual sea, irá en pro de un bien ulterior, aun cuando nos resulte ininteligible a sus seguidores.
La respuesta desorientó a Koromon, pero no dijo nada y se limitó a mirar a su redentor en silencio.
–¿Por qué no te vas?
–Quiero quedarme contigo –dijo Koromon.
–No puedes. Debes irte. Yo tengo trabajo que hacer.
Dicho esto, Gankoomon se dio media vuelta y comenzó a alejarse lentamente. Koromon lo siguió a saltos, pero con su frágil cuerpo infantil apenas y podía aguantarle el paso. Gankoomon se frenó.
–No me sigas –dijo Gankoomon antes de elevarse en el aire. Koromon nunca supo de dónde sacó la determinación en ese momento, pero antes de darse cuenta había ejercido una fuerza descomunal con todo su cuerpo, y valiéndose de sus orejas, había dado un salto de varios metros, hincado sus seis colmillos en la capa de Gankoomon, y se estaba sosteniendo como podía con ese frágil punto de apoyo.
El caballero hizo un movimiento leve y el Digimon bebé perdió su leve punto de agarre y cayó al suelo a gran velocidad, girando en trompos. En ese momento, su cuerpo se llenó de energía, como nunca antes lo había hecho, y una luz lo envolvió. Poco tiempo después, golpeó el suelo con levedad, sostenido en cuatro extremidades que antes no poseía. Sus sentidos eran más agudos que nunca y sus habilidades físicas se habían incrementado.
En el cielo, Gankoomon miraba la escena; su rostro conjugaba la incredulidad y la sorpresa. Unos segundos después, descendió, pisó el suelo y se preguntó en voz alta qué Digimon era aquel en que había evolucionado Koromon.
–Creo que hay algo especial en ti –dijo Gankoomon. –Te dejaré venir conmigo, si quieres. Tengo curiosidad por ver hasta donde llegas.
Por segunda vez en dos días, Hackmon se preguntó qué pensaría su salvador de su actitud. Sabía (quería creer) que Gankoomon hubiese hecho lo mismo que él, pero no podía asegurarlo, principalmente por la adoración que sentía por Ygdrasil. “¿Qué harías, maestro Gankoomon, si tu dios te diera la orden de asesinar a alguien inocente a quien admiras?”. Creía saber la respuesta.
Sin pensar más, cerró los ojos y se rindió a un sueño turbulento.
Los ojos de Masami Ushikawa se paseaban una y otra vez por las notas que había tomado, mientras su mente revisaba los argumentos con los que justificar sus afirmaciones. Al cabo de unos momentos, alejó su vista de la pantalla, tomó su móvil, lo encendió y buscó en la lista de contactos aquel número que había agregado el día de su incorporación a las Fuerzas de Autodefensa, con órdenes de que lo usara únicamente cuando su investigación hubiera dado frutos considerables. Marcó con suma lentitud, pulsó el botón de llamada, se llevó el aparato al oído y se puso a esperar. Un tono: nada. Tres tonos: nada. A los cinco tonos comenzó a desesperarse. Nueve tonos: nada. Al cabo de más de un minuto de espera (que la ansiedad dilató hasta el vértigo) alguien descolgó el teléfono y le dijo que hablara.
–Buenas noches, Koizumi-sama. Soy Masami Ushikawa.