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Digimon Reset
#3

Digimon Reset
デジモンリセット
Libro primero: La llamada de las tinieblas
最初本、闇呼

Capítulo 3: La sombra del pasado
第三章、過去の闇
A esa ruinosa tarde me llevaba
El laberinto múltiple de pasos
Que mis días tejieron desde un día
De la niñez.
JORGE LUIS BORGES.
Desde que los siete niños atravesaran el vórtice dimensional que conectaba ambos mundos, Masami Ushikawa no había parado de teclear, a una velocidad tal que no hubiera creído que alcanzaría en la vida. Y a pesar de eso, la rapidez con la que su cerebro recibía, codificaba, interpretaba y categorizaba las toneladas de información que a cada segundo lo alcanzaban era, de ser posible, mucho más abrumadora. En un primer momento, se percató de que su ordenador se había ralentizado considerablemente; luego, se dio cuenta de que tales cantidades de datos estaban sobrecalentando el equipo, a pesar de que era tecnología de vanguardia, provista por las Fuerzas de Autodefensa del Gobierno de Japón. Pero sólo cuando el joven Izumi extrajo su computador de la mochila, ella entendió la causa: todo lo que registraba la Webcam se movía a velocidad de vértigo.
Tras un leve instante de zozobra, grabó su pantalla por unos pocos segundos y se dispuso a trabajar sobre ese material. El video mostraba a un dragón azul que se dirigía al espectador rápidamente, al tiempo que los niños se miraban y discutían. Decidió ralentizar la captura hasta que alcanzara un ritmo comparable al de nuestro mundo, y tuvo que hacer que se reprodujera a un 20% de su velocidad inicial para tener un resultado aceptable.
“Pero ¿por qué todo se había acelerado de golpe, ni bien los niños entraron a ese mundo?” No podía decirlo, aunque tenía una hipótesis bastante bien fundada. Abrió un blog de notas en el que solo había escrita una combinación aparentemente aleatoria de ceros, unos y dos y la palabra Witchelny; y a esas dos enigmáticas líneas añadió una tercera: “T=V*5”.
Hechas estas anotaciones, continuó observando. Naturalmente, otra de las cosas que había atraído la atención de Ushikawa eran las variopintas criaturas de heterogéneas formas, pero, hasta ahora, ninguna era “esa” que esperaba ver, aunque la inquietaba el hecho de que el dinosaurio que permanecía cerca del joven Yagami se le asemejara bastante. “Pero no es él”, se recordó. “El otro tenía ojos rojos, piel naranja más oscura y era mucho más grande”. Lo había visto una vez en su vida. Pero lo recordaba. Por supuesto que lo recordaba.
Se maldijo, porque sus divagaciones le impidieron percatarse de que la gata blanca se había abalanzado contra el dragón azul, con intensiones hostiles y resultados desastrosos, que culminaron con ella volando por los aires y colisionando con una roca. El hecho hubiese merecido su atención por más tiempo, de no ser por la súbita y fugaz aparición de la criatura que había estado deseando encontrar desde aquel fatídico seis de marzo de 1995. Su aparición había durado menos de un segundo, pero Ushikawa no necesitó más que eso para darse cuenta de que estaba frente a aquello que había alimentado sus pesadillas durante los últimos siete años.

Luego de ver el desorden de la oficina vacía y de buscar infructuosamente a los siete niños por cada rincón de los edificios de la Fuji, Hiroaki Ishida se resignó a la dura realidad de que sus hijos y los amigos de sus hijos ya no estaban en este mundo. Había sospechado algo, a raíz de la insistencia tenaz con que Yamato le había pedido imágenes de los caracteres ígneos de las paredes, alegando que tenían que ver con el Digimundo; pero se había consolado pensando que si sus niños volverían a marcharse, al menos tendrían tiempo de despedirse de él. Grave error.
Ignoraba cuánto sabían los otros padres de esto, pero sospechaba que sería su penoso deber informarles. Sacó su teléfono celular, y marcó el primer número.
–Familia Izumi –dijo una voz de mujer.
–Buenos días, señora Izumi. Soy Ishida, el padre de Yamato y Takeru. Necesito decirle algo acerca de su hijo.
–¿Qué sucedió?
–No es conveniente que se lo diga por este medio. Es mejor que nos reunamos todos. Traiga a su esposo también. Nos vemos en la Fuji en una hora.
Hubo un instante de silencio, al cabo del cual, la mujer habló.
–¿Koushiro está bien?
–Le daré todos los detalles cuando nos encontremos –replicó él.
Cuando ella le confirmó que iría, cortó, y se dispuso a marcar el siguiente número.
–Familia Kido –dijeron esta vez.
–Buenas tardes, señora Kido. Soy Ishida. Le hablo de la Fuji TV.
–Ha pasado algo con mi hijo, ¿verdad? ¿Está herido?
–Su hijo ha desaparecido, junto con todos los demás. Sospecho que han vuelto al mundo Digital. Necesito que venga a la oficina de la Fuji en una hora. Traiga a su marido, por favor. Intentaremos discutirlo entre todos.
Con los progenitores de Sora y de Mimi obtuvo los mismos resultados que en los dos casos precedentes. Pero cuando telefoneó a la residencia Yagami, sucedió algo extraño.
–¿Masami Ushikawa?
–No, señora Yagami. Lo siento mucho. Soy Hiroaki Ishida.
–Si no es algo de extrema importancia, le solicitaré que se abstenga de llamar.
–Es importante. Créame. Tiene que ver con su hijo.
Silencio.
–Parece que ha vuelto al mundo Digital.
Ruido de sollozos entrecortados.
–¿Podrían venir usted y su esposo al edificio de la Fuji en una hora?
–Está bien –se oyó su débil voz.
Ishida cortó. “¿Quién sería Masami Ushikawa?” Ya tendría tiempo de averiguarlo luego. Abrió nuevamente su celular y marcó el número que le faltaba.

Hacía una hora que volaban. El océano net había quedado atrás. Ahora, ante los ojos de todos, se dilataba un bosque inconmensurable; más allá, a lo lejos, una cadena de montañas cubiertas de nubes perpetuas; al norte, un torreón sempiterno; al centro, una ciénaga inasequible; al sur, un yermo de ceniza, fuego y muerte.
Sora se estremeció.
–¿Dónde estamos?
–En el continente Web –respondió Hackmon. Koushiro sacó su ordenador y comenzó a tomar nota. –No me extraña que no lo conozcan: fue creado poco después de la muerte de Diaboromon, para aumentar los mecanismos de defensa del Digimundo. Aquí habitan los Digimon más fuertes de todos y se emplaza nuestra capital. La superficie total del continente es unas cuatro veces superior a la del continente Server. Y a la vez está dividida en regiones. Ahora vamos a la que se conoce como Ogonkyo, en el extremo este, la que tal vez sea la región más segura de todo el mundo.
Mientras Hackmon hablaba, Aero-v-dramon comenzó a descender. Los siete elegidos y sus Digimon contemplaron entonces, por primera vez en sus vidas, las enormes extensiones de campos de cultivo de carne de todo tipo, trabajados por regimientos incontables de Digimon con forma de planta, como Palmon, Vegiemon y otros que Koushiro tuvo que identificar, Lalamon y Sunflomon. Los elegidos pasaron por un breve momento de impacto al ver la carne cocida brotar del suelo, pero como no era lo más extraño que habían visto en ese mundo ni en ese día, no le dieron mayor importancia.
Mientras avanzaban, contemplaron cómo los recolectores llevaban sus productos en carretillas a una especie de depósitos de los cuales salían unas vías.
–Aquí se provee de alimento a todo el continente –explicó Hackmon–. Una vez los brotes de carne maduran lo suficiente, son colocados aquí y distribuidos a todas las guarniciones y aldeas. Pero nosotros no hemos venido a ver esto. Otro es nuestro destino.
Aero-v-dramon se dirigió a uno de los depósitos y siguió el camino trazado por la vía que salía de él. Al cabo de pocos minutos, llegó a una fortaleza con muros de luz solidificada que desprendían un sutil arcoíris de colores bajo los pálidos rayos de la luna.
Aero-v-dramon aterrizó grácilmente frente a la única puerta de aquel bastión amurallado: una construcción sólida, alta, imponente, forjada en Chrome Digizoid rojo. A ambos lados se agazapaban dos seres digitales con forma de pájaros negros de fachada agresiva; Yatagaramon eran sus nombres, de acuerdo a la computadora de Koushiro, y eran Digimon perfeccionados, de atributo vacuna.
–¿Santo y seña? –inquirió uno de ellos, con voz militar.

Masami Ushikawa no podía apartar la vista de la imagen que había congelado en su ordenador, de esa cabeza tricorne, de esos ojos vacíos de piedad, de esa piel naranja, de esos surcos azules que la ornamentaban, de esas fauces que hablaban de muerte. Sus pensamientos, sin embargo, habían volado lejos, a la noche del sexto día del tercer mes del quinto año de la última década del siglo veinte, el momento que fue el inicio y el fin de todo.
Aquel día la había desvelado la dicha de una promesa. Menos de un mes atrás había reunido el valor para regalarle chocolates al chico que le gustaba, y él la había sorprendido con la petición de que esperara hasta el 14 de marzo. ¿Cómo se llamaba él? No podía recordar ni su nombre, ni su voz, ni la sensación de su mano sobre la de ella. ¡Oh, época gloriosa, en la que la mayor preocupación era un examen, y una palabra, un gesto, una mirada eran portadores de esperanza! Pero eso no iba a durar.
En ese momento hubo un apagón. Era el primero que recordaba en su vida. Decidió asomarse por la ventana para ver si había afectado a toda la cuadra. Para su sorpresa, percibió que todas las luces de los departamentos de los edificios circundantes parecían encenderse y apagarse con un patrón aleatorio. Lo mismo ocurría con su hogar.
Sin embargo, no tuvo mucho tiempo para concentrarse en ese fenómeno, pues otra anomalía capturó su atención: un enorme proyectil de fuego, como una especie de misil, se dirigía a toda velocidad hacia donde se encontraba ella. La razón no le explicó la causa de ese fenómeno, pero el instinto le aconsejó que se agachara.
El impacto fue suficiente para hacerla volar por la habitación y dejarla aturdida, con un corte horrible en la parte posterior de la cabeza, y para abrir un buco en el muro exterior. Su confusión apenas le permitió notar que sus padres habían entrado, la habían tomado a ella y a su hermano de cuatro años y los estaban llevando a las escaleras de emergencia.
Mientras descendían por ellas, se oyó otra explosión, y un segundo impacto, esta vez más potente, sacudió los cimientos mismos de la edificación. Las escaleras cedieron, y la joven Masami se vio atrapada, junto a sus padres y su hermanito, en un pequeño espacio entre los escombros. El brazo de su progenitor aún la rodeaba con fuerza extrema, pero ella era incapaz de sentirle el pulso, ni su respiración contra su nuca, y por la posición en la que se encontraba, no podía girar la cabeza para verle la cara.
Lo que sí veía claramente, a través de una pequeña rendija entre las ruinas, era un brutal enfrentamiento entre un dinosaurio naranja y un loro gigante. A los pies de la criatura del color del fuego, una niña, no mayor que su hermanito, tocaba un silbato mientras lloraba y repetía una sola palabra: “¡KOROMON! ¡KOROMON! ¡KOROMON!”

La preocupación que anidaba en los corazones de los elegidos les impidió apreciar la magnificencia de la urbe que se extendía ante ellos. Además del imponente muro exterior de luz solidificada, la ciudad contaba con otras seis murallas más pequeñas, que la dividían en siete círculos concéntricos, escavados directamente sobre el flanco de la montaña, en un trabajo que parecía obra de algún titán monstruoso o de la misma fuerza de la naturaleza. Cada uno de los círculos estaba conectado con el que lo seguía por una puerta de Mithril, y cada puerta estaba situada en un punto cardinal diferente, de manera que era necesario dar toda la vuelta a la ciudad para pasar de una división a otra.
En el primer círculo había mercados de todo tipo de chucherías, enormes centros de distribución de alimentos y grandes agrupaciones de casas humildes; en el segundo, bases militares con grandes regimientos de Digimon de todo tipo; en el tercero, conglomerados urbanos con casas más sólidas, mejor construidas, y calles más amplias; en el cuarto, fábricas, en las que trabajaban innumerables equipos de gardromon y Mekanorimon, y de las que salían desde computadoras hasta Tankmon, pasando por nuevos arreglos para los Trailmon defectuosos; en el quinto, templos, construcciones de gran belleza, con estilo grecorromano y la estatua de un ídolo en cada puerta; en el sexto, grandes sanatorios y una enorme biblioteca; y en el séptimo, el más pequeño pero a la vez el más importante de todos, se emplazaba la ciudadela, el corazón de aquella fortaleza de aspecto inexpugnable, y acaso el núcleo mismo de toda la capa física del Digimundo. La excelsitud de la obra no radicaba solo en su tamaño, que hubiera eclipsado facilmente a las más altas demostraciones del poder político, económico y eclesiástico de todas las culturas de la Tierra, sino también en la exquisita delicadeza puesta en cada detalle, en cada ondulación de la piedra de las decenas de zigurates que lo componían, en el pulido exquisito de cada uno de los escalones, en el magnífico acabado de las imponentes puertas de roble; pero sobre todo en la cúpula, la inconmensurable cúpula que coronaba esa joya de la arquitectura, de la cual emergía, solitaria, una única torre que se angostaba a medida que se acercaba al firmamento, en cuyo centro brillaba, perenne, una luz que parecía un sol en miniatura y cuya causa era un misterio para los elegidos.
Aero-v-dramon descendió con delicadeza y depositó con sumo cuidado a los siete humanos y once Digimon que llevaba sobre sí en el suelo de la plaza que la ciudadela envolvía como un semicírculo. Sistermon Noir hizo un gesto para que los elegidos y sus Digimon la acompañaran a la puerta, y ellos la siguieron, pero al cabo de un momento se giró sobre sí misma y llamó a Hackmon con voz imperante.
El pequeño Digimon dragón se había rezagado, absorto en la contemplación de la fuente que coronaba el núcleo de la plaza: doce figuras la componían, una en el centro y las otras once rodeándola; un décimo tercer pedestal, vacío, contrastaba con los otros. Sorprendentemente, no era ninguna de las figuras magistralmente esculpidas la que había capturado la atención de la criatura digital, sino ese espacio en blanco, que no daba lugar a nada más que a la imaginación. Pero cuando Sistermon lo llamó, él simplemente negó con la cabeza e hizo un gesto para que lo acompañaran a la entrada.
En su mirada había indiferencia, pero cuando pasó al lado de la elegida de la pureza, ella escuchó un suspiro que parecía esconder las palabras: “Algún día”.

La mujer llegó a la oficina cuando el cielo empezaba a teñirse de rojo. Un vistazo rápido fue suficiente para notarlo: era la última en llegar y todos los otros estaban tan preocupados como ella. Se apresuró a tomar asiento en el único lugar que quedaba libre, junto al padre de sus hijos. Él la saludó con formalidad extrema y no le dedicó una mirada.
–Ya estamos todos aquí. ¿Va a empezar de una vez? –dijo una mujer de gafas y pelo corto, negro.
El señor Ishida carraspeó antes de comenzar su exposición:
–Disculpen la demora, pero era necesario que todos estuvieran aquí para no tener que repetirme. Iré directamente al grano: nuestros hijos ya no están en este mundo.
Natsuko se agitó, incómoda; a su derecha, un sollozo de mujer y unas palabras de consuelo. El padre de sus hijos, sin embargo, seguía inmutable; ella a veces admiraba la capacidad que tenía para mantener la templanza en situaciones como esta.
–¿Están muertos? –preguntó una mujer de cabello castaño y vestimenta tradicional.
–No, señora Takenouchi. Todo parece indicar que volvieron al mundo Digital, solo que esta vez no fueron llamados por ningún ente, si no que decidieron ir por su cuenta. ¿Alguien sabe por qué quisieron ir?
–Mi hija ha desaparecido ayer por la tarde. Nosotros fuimos a la policía, pero ellos no quisieron tomarnos la denuncia. Dicen que la persona tiene que estar desaparecida tres días para que la denuncia sea válida. Taichi creía que podía estar en el Digimundo.
–Entiendo. Yamato también sostenía que los problemas de trasmisión que teníamos se debían a la remanente de data de los Digimon muertos en este edificio. Últimamente aparecían unas figuras extrañas y unos símbolos en las paredes. Yamato me pidió que le facilitara fotografías de esos símbolos. Le hice unas cuantas y me quedé unas copias para mí. Aquí están.
Ishida enseñó un conjunto de imágenes que mostraban las paredes marcadas por un grupo de grafemas ígneos. El hombre que estaba sentado al lado de Toshiko Takenouchi extendió su brazo y tomó una de las imágenes. Al cabo de un rato de mirarla, sentenció:
–Esto es claramente un silabario derivado de nuestro Hiragana; es obvio que hay una inteligencia humana o similar detrás de su nacimiento.
–¿Cómo lo sabe? –preguntaron varias voces.
–Por ciertas similitudes gráficas, especialmente en las sílabas que tienen consonante sonora. –Su dedo apuntaba a tres caracteres que solo se diferenciaban entre sí porque uno tenía dos trazos que los otros no y otro incluía un pequeño redondel. –La primera de estas letras se corresponde a una sílaba de la fila de la H; la segunda, de la B; y la tercera de la P. Supongo que de esto podemos sacar en limpio que es bastante probable que haya habido participación humana en la creación del Digimundo, y que uno de sus creadores habla japonés.
–Pero ¿cómo puede ser eso posible? –preguntó Ishida.
–Yo creo que sí puede serlo –replicó la señora Izumi.
Todos se giraron a mirarla.

¿Cuánto tiempo estuvo allí, aprisionada en los escombros de lo que hacía pocos minutos había sido un hogar feliz, con la movilidad restringida por el brazo del inerte cuerpo de su padre, escuchando los gritos de la niña y el irritante pitido de un silbato, sabiendo que en cualquier momento esa bestia gigante, ese Koromon, aparecería para comérsela? ¿Segundos? ¿Minutos? ¿Horas? No podía decirlo.
Al cabo de unos momentos, el sonido del silbato dejó de oírse y fue reemplazado por unas sirenas lejanas y unos motores de auto; luego se escucharon pasos apresurados, ruidos de puertas, órdenes gritadas con un tono marcial, comentarios despectivos acerca de los padres irresponsables que dejaban a sus hijos de cuatro años salir solos a la calle, e incesantemente la palabra terroristas.
Los escombros comenzaron a moverse; alguien desde fuera los estaba removiendo. Ella clamó por ayuda; los trabajos se aceleraron, y al cabo de lo que le parecieron horas, pudo vislumbrar el severo rostro de un hombre del ejército.
–Ayude a mi padre, por favor –pidió ella con voz entrecortada.
El militar llamó a un compañero, e intentaron moverlo a pulso, pero la posición en la que había quedado su cuerpo hacía imposible la tarea. En ese momento, uno de los oficiales miró a la joven Masami y le dijo:
–Cierra los ojos, niña.
Luego, ejerció sobre el brazo de su padre una fuerza descomunal. Masami sintió como la extremidad se curvaba en un ángulo extraño, oyó el crujido del hueso al quebrarse y sintió cómo el agarre de su progenitor se debilitaba, y cómo otras manos, de fuerza indiferente, la alejaban de él para siempre. Estaba tan aturdida que ni siquiera pudo gritar.
A lo lejos vio cómo rescataban a su hermanito, que se había golpeado fuertemente la cabeza. Más allá, la ambulancia que trasportaba los restos de su madre había doblado una esquina y desparecido de su vista.

La puerta se abrió sin que Hackmon la tocara, como movida por la mano invisible de un centinela secreto, y todos ingresaron al recinto. Era una habitación oblonga, cuya estructura semejaba una iglesia; las paredes y el techo estaban decorados con frescos; y en lugar del altar había un par de tronos de piedra, con bordes labrados en oro, ambos ocupados, pero tan remotos que los elegidos no podían sino vislumbrar las pequeñas y encorvadas figuras de sus ocupantes.
Hackmon avanzó, secundado de sus acompañantes; el sonido de cada paso se multiplicaba en el suelo de mármol. Mientras avanzaban por la enorme habitación, los ojos de todos se pasearon por los elaborados frescos de las paredes. Como sus pares en el mundo de los humanos, estos parecían tener como finalidad el referir una historia por medio de las imágenes. A veces, la secuencia era confusa, pero había representaciones pictóricas que eran claras.
La primera de la derecha desde la entrada, por ejemplo, representaba una figura antropomórfica, completamente blanca; carecía de rasgos faciales, pero de su cabeza (circundada por una aureola, como la de los santos) emergían los siete colores del arcoíris.
La siguiente representaba una arcaica computadora a válvula en torno a la cual se apelotonaban ceros y unos sobre un fondo blanco. Los que estaban en la parte superior eran muy distantes los unos de los otros, pero a medida que iban descendiendo, se iban agrupando, primero en pares, después en redes, y en la parte inferior, parecía que comenzaba a formarse algo que podía fácilmente tomarse por agua.
La próxima era un océano en el que pululaban criaturas que asemejaban fantasmas con características de amebas.
–Takeru, esos son Poyomon, ¿verdad?
La voz de Tokomon había retumbado en el recinto casi vacío. Al oírla, Hackmon se detuvo y todos los otros lo siguieron. Giró lentamente la cabeza hasta situar su vista en la pequeña criatura de grandes dientes. Frunció el ceño y Tokomon se encogió en los brazos de Takeru.
Nadie volvió a articular una palabra, pero todos pensaron que esas eran representaciones bastante simples de Poyomon. Algunos, sin embargo, percibieron que había ciertas diferencias entre los dibujos y las características que recordaban de los Poyomon, aunque todos se lo atribuyeron a imprecisiones en la técnica del artista.
“¿Quién sería el artista?” pensó Sora. Su padre, antropólogo, le había explicado la importancia del arte para el hombre, desde el alba de sus tiempos; supuso que para los Digimon sería igual. “¿Habrá dejado su nombre grabado en algún lugar? ¿Lo registrará alguna historia del arte del Digimundo? ¿O buscará el anonimato para no caer en la vanidad, como los pintores antiguos?”.
Continuaron; la siguiente imagen representaba a un grupo de diferentes Digimon desconocidos para los chicos; por las características de sus cuerpos, ninguno aparentaba superar la etapa bebé. Todos estaban en torno a un Tokomon (o a algo que asemejaba un Tokomon) arrodillado bajo un haz de luz. En el fresco siguiente, los Digimon estaban en la misma posición, pero en lugar de un Tokomon se veía la figura de un niño rubio, con cabello corto, ojos celestes y cuatro pares de alas de ángel; su mirada trasmitía paz.
En la próxima imagen, la sexta esta vez, el niño ángel parecía estar dirigiendo con sus manos un grupo de Digimon adultos, perfectos y megas; la gran mayoría eran desconocidos para los elegidos, pero pudieron identificar claramente a un aero-v-dramon, como aquél que los había vencido. Intuyeron, por eso, que aquella debía de ser una representación pictórica de la historia de la época primitiva, y que la mayoría de las especies de Digimon que figuraban allí habrían evolucionado a las actuales o se habrían extinto. “Es inevitable que existan seres que se extingan mediante el proceso de evolución, ya que no se acoplan con el medioambiente”. Las palabras que Koushiro pronunciara frente a Apocalymon en el universo de oscuridad le sonaron a Sora mucho más crueles que entonces. Tanto que apenas y notó que el niño ángel estaba mirando al cielo con desprecio.
El séptimo fresco era bastante más terrible: mostraba paso a paso, de manera secuencial, como seis Digimon con forma de ángeles eran convertidos en bestias de características demoníacas. La imagen más perturbadora de todas era la de un guerrero de armadura celeste y cinco pares de alas doradas, que degeneró hasta convertirse en un demonio con un solo par de alas gigantesco, garras enormes, dos cuernos de toro y una mirada de fuego. Al ver eso, Tokomon se estremeció enormemente; Sora pudo sentirlo, porque en ese momento caminaba al lado de Takeru.
La octava hizo que todos compartieran los escalofríos de Tokomon. Mostraba al ángel niño y a los seis demonios de la imagen anterior guiando un ejército alrededor de un mundo que cada vez se volvía más negro. La imagen no era muy cruel, pero el hecho de que las huestes estuvieran compuestas por cantidades incalculables de Devimon, VenonVandemon, LadyDevimon, Devidramon y otros demonios les trajo recuerdos de cosas horribles.
La anteúltima imagen era simbólica: el niño ángel tenía en sus manos un mundo lleno de oscuridad; pero en distintos lugares de ese mundo, se veían diez esferas de luz, de colores diferentes. La última, por su parte, mostraba a diez Digimon, probablemente antiguos, que los elegdos desconocían, empujando al niño y a las otras seis bestias a un agujero ígneo; el mundo circundante estaba en llamas. No pudieran contemplarla por mucho tiempo, porque Hackmon se detuvo en seco, cayó de rodillas, con lka frente en tierra y saludó:
–Disculpe la interrupción, Jijimon-sama. He aquí a los invasores.

–¿Por qué dijo eso, señora Izumi? –Preguntó el señor Takenouchi.
–Pues… por nada, la verdad. Yo solo… pensé que si era posible la existencia de un mundo poblado por monstruos, también lo sería la posibilidad de que ese mundo fuera creado por un ser humano.
–Es posible –confirmó Takenouchi–. He hablado mucho con mi hija al respecto, y por lo que parece muchos de esos Digimon tienen características de seres de nuestro mundo. Hay ángeles y demonios, como en las religiones occidentales; hay centauros, fénix, ogros, brujos, vampiros y dragones, como en los relatos folklóricos y mitológicos; y según lo que me dijo, en una de sus ciudades vio edificios que eran iguales al coliseo, al arco del triunfo y a la estatua de la libertad.
–Bueno… –dijo el señor Izumi–. Koushiro nos dijo que tenía la teoría de que ese mundo estuviera formado por las redes de información de las computadoras; si eso es así, no es de extrañar que haya cosas de nuestra cultura mezcladas de manera aleatoria.
Ishida, entre tanto, no apartaba su vista del matrimonio Izumi. Estaba seguro de que ocultaban algo, pero no podía saber qué era. Y ciertamente no iba a presionarlos para que se lo dijeran, porque eso sería para peor. Prefirió esperar.
–Entonces, podemos afirmar, casi con absoluta certeza, que este Digimundo ha sido creado por el hombre –dijo por fin.
–Exacto –respondió el señor Takenouchi–. Queda averiguar quién, cómo y por qué.
–¿Y eso de qué servirá? Yo solo quiero recuperar a mis hijos– dijo la señora Yagami.
–Mientras no sepamos eso, no podremos encontrar a nuestros hijos.
La respuesta de Ishida tal vez fue un poco brusca, pero él también estaba nervioso. La situación lo desbordaba, como a todos.
–Lo que más rabia me da es que a la policía no le interese lo que le sucedió a mi hija –dijo Yuko–. Solo una agente mostró algún tipo de interés, una tal Masami Ushikawa. Me dijo que me llamaría si encontraba información, pero…
–¿Masami Ushikawa? –La cortó Natsuko Takaishi.
–Sí. ¿La conoce?
–Podría decirse que sí –dijo la periodista. Todos se giraron a mirarla.

–¿Así que viste un dinosaurio, Masami?
–Sí. Era un dinosaurio enorme. Tenía la piel naranja, los ojos rojos y tres cuernos en la cabeza. Había cicatrices de color azul que le surcaban la piel y escupía fuego. Y se llamaba Koromon.
–¿Koromon? ¿Y cómo sabes tú eso? ¿Te lo dijo?
–No. Él no hablaba. Nunca lo hizo. Pero había dos niños a sus pies, mientras luchaba contra el pájaro. La niña lo alentaba gritándole Koromon.
–¿Y por qué crees que “Koromon” peleaba contra el pájaro gigante?
–No lo sé. No tengo idea. Pero no me importa. Él mató a mis padres y lesionó a mi hermano.
La voz de Ushikawa se quebró. Pocos segundos después, el sonido del timbre.
–Ya vinieron por ti, Masami. ¿Te importaría esperar afuera? Tengo que hablar un poco con tu tía.
Masami Ushikawa se sentó en la camilla sobre la que había estado recostada, miró por unos segundos al doctor, se puso de pie y fue junto a él hasta la puerta. Ya en la sala de espera, la pudo la ansiedad y acercó su oído a la pared para escuchar con claridad. Al principio, las voces eran inteligibles, pero luego pudo entender algo.
–… delirio paranoide creado por su inconsciente, porque aún no ha podido sobreponerse a la idea del brutal asesinato de sus padres.
–Pero ¿por qué la imagen de un dinosaurio, doctor?
–No lo sé. Lo que es llamativo del caso es la claridad con que describe. No suele ser común tal nivel de precisión. Supongo que la elección de la figura del dinosaurio pueda deberse a un problema de su infancia. En próximas sesiones, lo averiguaremos.
–¿Qué tan reales pueden creer los paranoides que son sus ilusiones?
–Tanto como la realidad misma. Pero no puede culparla de nada. Es una niña de trece años y estuvo envuelta en un atentado terrorista. Es natural que su mente aún no termine de asimilarlo.
Masami escuchó que el doctor y su tía se paraban para retirarse del consultorio, quitó su oído de la pared y se acercó a la mesa, en la que se amontonaban unos cuantos diarios. Tomó el primero que encontró, el Mainichi Sinbun, para fingir que leía. Pero lo que vio en primera plana la hizo enfurecer: “El grupo Aum Shinrikyo se atribuye los atentados del pasado mes de marzo”. Cerró el diario con violencia.

Al oír la voz de Hackmon, Jijimon levantó la cabeza, tomó su bastón, juntó su mano con la de su esposa, Babamon, y juntos se pusieron de pie lentamente, y lentamente descendieron los peldaños que separaban el trono del suelo.
El anciano Digimon recorrió con sus ojos, ocultos por su barba, los rostros de los presentes. Primero, le sostuvo la mirada a Taichi, y en su expresión vio un miedo primitivo que intentaba ocultar disfrazándolo de determinación y coraje.
“¿Por qué estás aquí?” Le preguntó a su corazón. No hizo falta que articulara palabra. El chico se sobresaltó, pero le sostuvo la mirada sin dudar.
“Lo sabes demasiado bien”, respondió él. “Tengo una misión que cumplir”.
“¿Y qué harías para cumplirla?”
“Lo que fuera. Moriría, si es necesario”.
“¿Y arrastrarías a otros a la muerte?
“No. Jamás haría eso. Es de cobarde”.
“¿De verdad?”
Y Jijimon sintió cómo el corazón del líder de los elegidos se turbaba con el recuerdo de las palabras que había intercambiado con Jyou ese mismo día.
Simultáneamente, el alma de Jijimon interactuaba con los corazones de los otros seis elegidos presentes.
“¿Cómo está tu madre?” Preguntó a Ishida.
“Bien, supongo”, respondió él.
“¿Lo supones o lo sabes?”
Yamato no respondió.
“¿Ella sabe que estás aquí?”
Silencio.
“Ya veo. No le has dicho nada. ¿Y qué pasará si no regresas?”
“No creo que le importe”, replicó él.
“Ya. ¿Y a ti te importa que a ella no le importe?”
Yamato se turbó aún más.
“No”, dijo por fin. “No me importa. Nada me importa lo que piense ella”.
“Entonces supongo que tampoco te importará encontrar a tu regreso que ella ha muerto, ¿o sí?”.
Y a la mente del elegido de la amistad acudió una imagen que no había visto en su vida, como proyectada de un futuro cercano: el cuerpo de su madre, pálido, tendido en el suelo, mirándolo con ojos vacíos.
–¡Ya basta! –replicó por fin, pero estas palabras sí salieron de su boca, y su eco repercutió fuertemente en el recinto silencioso. Cuando se giró para ver a sus compañeros, intuyó que ninguno se encontraba mejor que él.
Entretanto, la voz de Jijimon incitaba vacilaciones de diversa índole en el ánimo del joven Koushiro.
“Veo que hay duda en tu corazón. Intentas tapar con curiosidad por el mundo los dilemas que no puedes resolver de tu propia existencia. No sabes nada de tus padres. ¿Te gustaría saberlo?”
“Sí. Siempre quise saber sobre mis padres biológicos. Pero mis padres adoptivos nunca me dijeron nada. No sé por qué. Aunque, para ser justos, yo nunca reuní el valor de preguntarles directamente”.
“¿Y será tu corazón capaz de soportar la respuesta?”
Koushiro no respondió.
“¿Ese Motimon estaría ahora en tus brazos si no hubieras sido huérfano? ¿Cambiarías a tu Motimon por tus padres?”
Koshiro se sonrojó y agachó la cabeza.
“Es bastante peligrosa esa criatura que tienes en tus manos llamada Tanemon”, le dijo la mente de Jijimon al corazón de Mimi.
“No es peligrosa. Es mi amiga”.
“Tal vez. Pero eso no quita que sea un monstruo digital preparado para la lucha. ¿Te dolió el apretón de su hiedra?”
“Sí. Pero sé que fue un accidente. Ella jamás me haría daño. Ni a mí ni a nadie. Siempre me protegerá”.
“¿También de tus amigos? Si, por ejemplo, tiene que matar a Centarumon para protegerte, ¿cómo te sentirías?”
Mimi quiso responderle que jamás pasaría algo así. Pero luego recordó la actitud de Monzaemon y comenzó a dudar. Palmon se había puesto en posición defensiva para protegerla de él. Y protegerla implicaba dañarlo. ¿Y si en esta ocasión les tocaba matarse entre amigos? La sola idea la hizo llorar en silencio.
“¿Y tú, pequeño, a qué has venido?
“Lo sabes demasiado bien: para encontrar a Hikari”.
“¿Y a ti tampoco te importa lo que pueda pasar con tal de que la encuentres?”
“Yo tengo en claro cuál es mi objetivo”, respondió Takeru.
“Y supongo que también tienes en claro lo que puede hacer el poder de las tinieblas”.
A la mente de Takeru vino el recuerdo de un Digimon ángel convirtiéndose en datos delante de un demonio gigante que gritaba que su sacrificio había sido inútil.
“Por supuesto que lo tengo claro”.
“¿Y si la única forma de encontrar a Hikari fuera hacer uso de esos poderes, tú lo harías?”
“Buscaría otra alternativa”.
“¿Y si no la hubiera?”
“Siempre la hay”, pensó mientras le sostenía firmemente la mirada.
“Aún te falta mucho por aprender del mundo, niño elegido. Una cosa es la esperanza y otra la ingenuidad. Aunque tal vez para tener lo primero haga falta un poco de lo segundo”.
Takeru siguió con su mirada firme.
“¿Y tú, por qué estás aquí?”
“Porque elegí venir, para proteger a la hermana de mi mejor amigo”.
“¿Cambiarías tu vida por la de ella?”
Sora vaciló. Sabía que la muerte era una posibilidad, pero nunca lo había pensado de manera tan directa.
“¿Hasta dónde llegarías? ¿Vale la pena el viaje si no vas a llegar hasta las últimas consecuencias?”
Silencio. En cualquier otra circunstancia Sora hubiera dicho que sí, que no importaba. Pero en este caso le dio la impresión de que con su respuesta estaría firmando un contrato vinculante, No sabía decir por qué.
“¿Por qué viniste a perturbar un mundo al que no le interesas, elegido de la sinceridad? ¿No aprendiste acaso que este mundo solo te usó? ¿No te quedó claro que tu utilidad para nosotros ha terminado y que ahora eres un programa invasivo que debemos eliminar?”
“Sinceramente, no sé para que vine”, pensó Kido. Tailmon se removió lentamente entre sus brazos. “Pero no me arrepiento, si con esto pude salvarle la vida a Tailmon”.
“Paradójicamente, Tailmon estaría intacta si ustedes no hubieran venido al mundo. Y tal vez, dentro de pocos días, sea sentenciada a muerte por intentar defenderte. Y seguramente ese Gomamon que está a tu lado la acompañe en el cadalso. Ese Gomamon sí te quiere, y tú vas a ser responsable de su muerte.
Y Jyou bajó la cabeza, al mismo tiempo que Yamato gritaba, Taichi comenzaba a temblar, Mimi sollozaba, Sora giraba el rostro y Koshiro se sonrojaba; el único de los siete humanos presentes que puso sostenerle la mirada a Jijimon fue Takeru.
–Bienvenidos a Ogonkyochuu, la capital del mundo. Su juicio comenzará mañana. Los jueces serán los tres grandes ángeles y las cuatro bestias sagradas. Les deseo mucha suerte. Si necesitan algo, Hackmon se encargará de dárselo. Ese Tailmon tendrá que ir a la enfermería. Los otros pasarán la noche en el calabozo.
Dicho esto, chazqueó los dedos, un puñado de Powndchesmon aparecieron de las sombras del cuarto, y los elegidos y sus Digimon fueron rodeados y escoltados a punta de lanza hacia uno de los calabozos.

–¿De qué conoce a Masami Ushikawa, señora Takaishi?
–La verdad es que no la conozco personalmente. Pero sí he escuchado su nombre. Fue después de los atentados de marzo de 1995. El periódico para el que trabajaba en ese momento me había pedido que hiciera una investigación sobre la vida de las víctimas fatales y de los heridos en los ataques. Yo averigüé quiénes vivían en esos edificios, y entre ellos se encontraba una familia Ushikawa. El padre y la madre habían muerto y los dos hijos se habían ido a vivir a Odaiba, con su tía paterna. El varón, de cuatro años por aquel entonces, había quedado en estado vegetativo por un golpe que se había dado durante el incidente. De ella supe que tenía problemas psiquiátricos y que había tenido cinco terapeutas. No me pareció correcto importunar a la tía ni a la niña, así que inicié los trámites para conseguir una entrevista con el primero de ellos. Él no quería violar el secreto profesional. Pero después de que lo convenciera de que ni el nombre ni la edad de su paciente iban a ser publicados, accedió a contarme algo. Me dijo que ella le había referido que aquella noche no había sucedido un ataque terrorista, sino una lucha entre monstruos, y que él pensaba que eso era un delirio producto del estrés post traumático.
–Y al final resultó que la chica tenía razón –acotó Ishida.
–Es cierto. En ese momento, me pareció sospechoso que la versión de los hechos de la chica coincidiera tanto con la que había dado Takeru. Pero me dije que a fin de cuentas ambos eran niños, y además un grupo fundamentalista ya se había atribuído los atentados, por lo que no había que darle demasiada importancia. Entonces le pregunté por qué no continuaba con el tratamiento de Masami, y me respondió que desde la segunda sesión ella se había negado a contestar cualquier pregunta y no pudo seguir con la terapia. Para solucionar el problema, decidió derivarla con un colega de confianza, pero él obtuvo los mismos resultados. Lo curioso es que, según ese colega, Ushikawa había escrito una carta a las fuerzas de autodefensa de Japón, en la que explicaba su versión de los hechos. Las fuerzas de autodefensa se lo habían hecho conocer al doctor, con el ultimátum de que si su tratamiento no demostraba ningún resultado en un mes, se verían obligados a declararlo incompetente. Seguramente por eso Masami cambio tanto de terapeuta.
–Es una historia muy triste, que ciertamente pudo haberle acaecido a cualquiera de nosotros o de nuestros hijos –dijo la señora Tachikawa. –Deseo con todo el corazón que estén bien.
–Todos lo deseamos –dijo el señor Ishida–. Pero no podemos hacer nada más desde nuestra posición. Ya es de noche. Creo que lo mejor será que cada uno regrese a su casa.

Masami Ushikawa no había vuelto a abrir la boca ante ningún terapeuta. No importaba que esfuerzos hicieran, ella permanecía callada. En un primer momento, le había escrito una carta al Gobierno para informarle de la situación. Pero ellos solo procedieron a cambiarla de psiquiatra. Entonces aceptó que no había forma de imponer su punto de vista, y que la mejor forma de que no le impusieran el que ellos querían era no prestarse al juego que ellos le planteaban, permanecer en un silencio sólido, imperturbable.
El silencio en las sesiones de terapia, la monotonía de sus jornadas de trabajo en la tienda de su tía, las estériles charlas con su hermano en el hospital, el tedio y el miedo de la reaparición del dinosaurio consumieron cada una de las jornadas de los siguientes cuatro años y medio, hasta el primer mediodía de agosto de 1999.
Estaba esperando para cruzar una calle de la zona residencial, cuando escuchó algo que la hizo girar la cabeza en todas direcciones:
–¡Espera, Koromon! ¡Hikari, te dije que te quedaras en la casa!
Esperaba ver al dinosaurio gigante, pero lo único que le parecía fuera de lugar era una criatura rosa, de forma esférica, con dos grandes orejas, ojos rojos y seis dientes afilados, que miraba con hostilidad el lugar en el que ella se encontraba esperando. Cuando el semáforo le dio paso, sintió un golpe brutal en la espalda, como si una fuerza invisible se hubiera desplazad con gran impulso. En la otra acera, el ser rosa había saltado segundos antes de que se formara un enorme cráter en el lugar en el que había estado, y se dirigía hacia la pared de un edificio, mientras escupía un chorro de burbujas hacia la gente. Llegado a destino, utilizó esa superfcie como apoyó para darse impulso, y segundos después de eso, ésta también fue abollada. Luego, mientras la criatura giraba en el aire, fue envuelta por una luz, y se convirtió en un pequeño dinosaurio amarillo, como ese que acompañaba a Yagami en el otro mundo. Y Yagami también estaba en ese lugar, por supuesto. Él y su hermana. Aunque en aquel momento, ella no sabía que ese chico se llamaba Taichi Yagami, ni qué tan involucrado había estado en la tragedia de su vida.
Esa misma tarde, mientras cortaba las verduras para la cena, escuchó algo que también le llamó la atención en el telediario.
–¿Será posible que los monstruos nos invadan? –se preguntaba el locutor, mientras la mitad izquierda de una pantalla dividida mostraba a un águila sujetando un mamut en el aire, y la derecha mostraba una morsa peleando contra un calamar gigante.
–Los monstruos no existen. Eso es lo que quieren que crea, ¿no? –Acotó ella, con voz cínica.
Su tía la miró, pero no le dijo nada sobre su comentario.
–¿Mañana dormirás en el hospital con tu hermanito?
Ella asintió sin articular palabra. En el crepúsculo del día siguiente, como dos o tres veces por semana, estaba sentada delante de la cama llena de aparatos y cables de su hermano, leyendo el sexto libro de las crónicas de Narnia. La primera vez que le había leído un cuento a su hermanito había sido antes del ataque de Koromon, cuando él tenía tres años. Ahora seguía haciendo lo mismo, como una especie de tradición. Los médicos decían que era inútil, que él no la escuchaba, pero ella lo veía esbozar, de vez en cuando, el fantasma de una sonrisa, y eso le hacía creer que valía toda la pena del mundo. Es más, ella podía decir, por los gestos de su cara, cuáles eran los libros que le gustaban.
Dejó la lectura en el punto en el que Diggori le dice a Ashlan que su madre se está muriendo, y éste le habla del árbol cuyo fruto puede curar cualquier enfermedad. Miró a su hermano; estaba dormido. “Ojalá existiera un mundo paralelo habitado con gente como Ashlan. Pero si existe uno, lo más probable es que esté habitado por amenazas como Koromon”. Su hermano dormía apaciblemente. “Y pensar que algunos médicos dijeron que lo mejor sería hacerle una eutanasia”. La sola idea le había parecido insultante, y se había opuesto fervientemente. Su tía, por suerte, había apoyado su decisión. Y como su hermano era víctima del terrorismo, el estado se había hecho cargo de todos los costos.
Mientras naufragaba en esas reflexiones, un rayo atravesó el cielo y otros tantos lo siguieron. Las tormentas eléctricas no eran fecuentes en Japón y menos en esa época del año. No pensó mucho en eso, tomó el control remoto y se puso a ver la tele, con el volumen bajo, para no turbar el descanso del pequeño. Después de una hora de estar mirando, inexplicablemente se cayó la señal.

Cumpliendo las órdenes de Jijimon, Hackmon había escoltado a los niños elegidos a los calabozos de la Ciudadela. A mitad de camino, le había dicho a uno de los tantos guardias que llevara a la gata herida a la enfermería. Taichi, Jyou y Tokomon habían pedido permiso para acompañarla, pero les había sido denegado. Cuando los catorce prisioneros hubieron entrado en la celda, su escolta les informó que dentro de una hora volvería con la cena y les recomendó que hicieran una lista de aquellos Digimon que creían que podían testificar en su favor. Luego se fue.
Se encaminó lentamente al ala derecha de la Ciudadela, donde compartía estancia con las sistermon. Cuando hubo entrado, Noir estaba esperándolo, cruzados los brazos sobre el pecho, fuego en la mirada:
–¿Por qué impediste que Aero-v-Dramon acabara con los intrusos? ¿Eres consciente del peligro que eso puede acarrear para nosotros?
–Si no lo puedes entender sin que te lo explique, me temo que no lo entenderás por más que te lo explique.
–¡A mí no me vengas con eso! Sabes que acabas de poner en peligro al mundo por tu estupidez y cobardía.
–¿De verdad no te diste cuenta de lo que sucedió en esa pelea? ¡Aero-v-dramon y nosotros tres estamos vivos gracias a la piedad de Ishida!
–¿Piedad? Estás delirando.
–Si el GaruruCannon se disparaba, ninguno de nosotros hubiera quedado con vida. ¿Sabes qué puede hacer esa cosa en un espacio cerrado?
–Sí, lo sé. Y supongo que Ishida también. Claramente le dio la contraorden para protegernos a nosotros, no porque él y sus compañeros fueran a morir en la explosión. No dudo de que Gankoomon vio aptitudes en ti, Hackmon; pero a veces pecas de exceso de piedad.
–Lo dices como si fuera algo malo, cuando sabes tan bien como yo que fue gracias a la piedad de Gankoomon que nosotros estamos con vida ahora.
–Es cierto. En tiempo de paz, la piedad puede ser una virtud. Pero en tiempo de guerra, mi señor Hackmon, suele recompensarse con la muerte.
–Entonces que así sea.
–¡Que así sea! Pero no solo con tu muerte, Hackmon-sama. También con la de Jijimon, con la nuestra y con la desaparición de todo tu mundo, al cual tendrías que proteger ahora que Ygdrasill está hibernando y Gankoomon se ha ido con él.
–¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar?
Noir se giró.
–Si no lo puedes entender sin que te lo explique, supongo que no lo entenderás por más que te lo explique.
Hackmon suspiró y volteó la cabeza hacia Blanc.
–¿Tienes algo que decir?
Silencio.
El pequeño dragón no les hizo caso y se dirigió a la única ventana del cuarto. A través de ella, fijó la vista en la fuente de doce estatuas. Sus ojos se posaron en una en concreto, una de un caballero de armadura blanca y pelo rojo, a cuya espalda emergía un dragón dorado.
–¿Qué hubieras hecho tú en mi lugar?
La estatua no respondió.
–¿Sigo teniendo eso especial que viste en mí en aquella ocasión?
La estatua no respondió.
–¿Existe alguna manera d alcanzar gloria en este mundo sin mancharte de sangre?
La estatua no respondió, pero Hackmon notó que su color se opacaba: una nube estaba cubriendo los rayos de la luna.
En verdad, Gankoomon no era el único que le había dicho que era especial, ni siquiera había sido el primero. Ese lugar le correspondía a Elecmon. Era uno de sus primeros recuerdos lúcidos. Tras un par de semanas de ser un Botamon, había podido evolucionar a Koromon. Elelcmon le había mencionado que a partir de ese momento tendría que valerse por su cuenta, pero que él estaba seguro de que podría hacerlo sin problema, pues su Digitama había eclosionado gracias a la ayuda de la elegida de la luz, y había sido el primer bebé en nacer después de la derrota de Apocalymon, y eso lo hacía especial. Después le había mostrado una fotografía, tomada en el instante de eclosión de su Digitama, y le había señalado en qué lugar de la imagen se encontraba, entre los brazos de una niña de pelo castaño.
El hecho era anecdótico, pero su sola mención había sido suficiente para dotar al bebé de un coraje mayúsculo. Movido por él fue que se encaminó, por brumosos desiertos y océanos incógnitos, al continente web. Lo esperaba una vida más dura de la que hubiera imaginado. Perdido en las llanuras ígneas del sur, a punto de sucumbir a la desesperación de la sed, dejó que un sol despiadado jugara con su destino.
“Yo soy especial”, se repetía una y otra vez. “La elegida de la luz sostuvo mi digitama; ella me hizo nacer. Yo soy especial”. Las palabras, pronto, perdieron todo sentido para él. “¿Por qué soy especial? ¿No fue acaso la casualidad la que puso mi Digitama en manos de la niña? ¿Y qué tengo de especial, si fue así?”.
El calor de la arena amaino por un segundo. Koromon sintió que una sombra tapaba el fuego del sol. A duras penas, alzó la cabeza. Y vio por primera vez al caballero y a las dos Digimon con cuerpo de niña.

El último día de la vida de su hermano amaneció con el cielo encapotado por una niebla que parecía tener un origen sobrenatural. Masami Ushikawa se percató de ello ni bien abrió los ojos, perturbado el sueño por una seguidilla de gritos. "¿A quién se le ocurre montar semejante escándalo en un hospital?" El cansancio de su cuerpo le dijo que aún era temprano, y el color del cielo le dio a entender que aún no había amanecido. Miró el reloj: escasos cuatro minutos pasaban de las seis de la madrugada; el sol aún no había salido, y parecería que jamás asomaría la cabeza a través del manto de nubes que vestían el cielo. Su hermanito estaba despierto y la miraba desde su sempiterno lecho; la duda (acaso el miedo) se reflejaban en sus ojos.
Los gritos se aproximaron. Masami, indignada, se puso de pie, dispuesta a quejarse con alguna autoridad; pero antes de llegar a la puerta, esta fue cortada en dos trozos que cayeron al suelo, y desde el umbral, le sostuvo la mirada una parca vestida de gris y rojo, con una hoz dorada en su mano derecha, que comandaba un ejército de fantasmas.
—¡Por órdenes de Vandemon-sama, me los llevaré a todos!
Sin articular una palabra, el tipo hizo una señal con su arma, y varios fantasmas entraron en la habitación. Dos la tomaron por los brazos con una fuerza monstruosa y la inmovilizaron, mientras que otro iba a por su hermanito. Ella no supo qué hacer. A su mente, como tantas veces, acudieron las imágenes de la noche en que había perdido a toda su familia. Y ahora parecía que la tragedia iba a repetirse. Forcejeó, pero la inmovilizaron contra el suelo, y la arrastraron fuera de la habitación. En la lejanía, pudo escuchar el sonido del monitor que controlaba las pulsaciones del pequeño: se había detenido; su hermanito estaba muerto. No tenía más motivo para seguir luchando. Se dejó poner de pie y arrastrar fuera del hospital.
En el camino, se encontró con varias mujeres que lloraban por sus bebés muertos mientras eran arrastradas. No le tomó mucho trabajo comprender. ¿Qué les importaba a los fantasmas sacar a los niños de las incubadoras y dejar que mueran? ¿Qué más les daba a los fantasmas que hubiera gente que necesitaba estar enchufada a artefactos para seguir viviendo? Sus órdenes eran secuestrarlos todos, y eso es lo que habían ido a hacer. Antes de salir, vio, entre el tumulto, cómo uno de ellos arrastraba el cuerpo sin vida de su hermanito; otros, por su parte, tenían bultos con bebés. Algunos lloraban, pero otros estaban tranquilos, peligrosamente tranquilos.
En la calle, se cruzaron con otros grupos de infortunados. Los fantasmas los pusieron en fila y los obligaron a marchar hacia el Tokio Big Sight, en una espectral caminata de la muerte. A cada paso, nuevas víctimas se unían a ellos. Los fantasmas y otras criaturas formaban un cerco a su alrededor, para que nadie pudiera escapar y aplicaban castigos físicos con los revoltosos. Al cabo de un par de minutos, todo intento de fuga se había apaciguado.
Dentro del Big Sight, la situación también era terrible: a la presión psicológica de haber sido atrapados por seres demoniacos, de estar completamente incomunicados y sin recursos para ayudar a los heridos, se sumaba el calor de agosto, multiplicado por los cuerpos de decenas de miles de personas apelotonadas en el mirador.
Al cabo de pocas horas, a Masami comenzó a corroerla la sed. No era la única; ya había habido varios desmayos por deshidratación, la mayoría de niños y ancianos. No le hubiera sorprendido que algunos hubieran muerto también. Mucha gente lloraba a sus familiares fallecidos y lastimados, pero de entre todos los lamentos, hubo unas palabras que atrajeron la atención de la joven Ushikawa:
—¡¿Cómo quieres que me tranquilice, si en estos momentos ese dinosaurio anaranjado se los está comiendo?!
La frase solo le sirvió para confirmar lo que ya suponía: que el asesino de su familia tenía que ver con esto. Se giró. Quien había hablado era una mujer de cabello castaño, que lloraba mientras un hombre, probablemente su marido, intentaba consolarla. Una chica pelirroja, de cabello corto y aspecto rudo se acercó a ella y le dijo:
—No se preocupe. Ese dinosaurio de color naranja es nuestro amigo. Ya verá que pronto vendrán a rescatarnos, junto con otros Digimon buenos.
“Digimon”, pensó Masami. “Entonces ese es el nombre de esas criaturas. ¿Qué querrá decir?”. Barajó distintas posibilidades; la que más la convencía era monstruo digital. Pero no tuvo mucho tiempo para pensar en eso.
—¡Atención! Todos los mocosos deberán presentarse ante Vandemon-sama para ser inspeccionados. ¡Sin excepciones!
El grito había provenido de arriba, de la voz chillona de una esfera azul, con alas, dos patas, ojos amarillos y una calavera dibujada en la frente. Ahí empezó otro forcejeo. Los fantasmas se abalanzaron contra los cautivos, e hicieron todo lo posible para arrebatarles a los niños. En ese momento, la chica pelirroja levantó un grabador y comenzó a reproducir un mantra budista. Los fantasmas se debilitaron, y las mujeres y los niños aprovecharon el tumulto para escapar, mientras los hombres se enfrentaban a sus captores.
El ímpetu y la furia de Masami la hubieran arrastrado al grupo de los hombres, pero el instinto de conservación y la costumbre de seguir a las mazas la agruparon con las mujeres. Cuando lograron salir del edificio, se encontraron con que la entrada estaba bloqueada por un dinosaurio gigante, negro. De golpe, un cactus con guantes de boxeo salió de la nada para enfrentarlo, pero fue tumbado sin mayor esfuerzo; entonces, en su parte superior apareció una flor de la cual emergió una pequeña hada que hizo que el monstruo se tranquilizara, tras envolverlo con un collar de flores. El alivio, sin embargo, duró poco: la bestia, ahora dócil, desapareció, pulverizada por el ataque de un Vampiro, quien también convirtió al hada en piedra. El ser demoníaco pareció encontrar placer en ensañarse con los restos de su víctima, pero la aparición de un ave de fuego que se la llevó lejos le impidió seguir haciéndolo. Entonces, ordenó a los fantasmas que separaran a los niños de los adultos.



Hackmon acababa de encerrar a los siete elegidos y a sus compañeros en una de las mazmorras, y el sonido de sus pasos se oía cada vez más lejano. Sora intentaba hablar con Mimi, quien no había parado de llorar en silencio desde su encuentro con Jijimon; Koushiro, por su parte, había abierto su computadora y estaba tecleando a toda velocidad, aunque se detenía a pensar cada tanto, cosa extraña en él; Taichi miraba a Yamato de forma hostil, y Yamato parecía querer esquivarlo. Takeru, por su parte, se había sentado en un rincón umbrío, sumida la mente en cavilaciones y recuerdos. Inútiles fueron los intentos de Tokomon, y posteriormente de Jyou, de entablar conversación con él.
—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué ordenaste a Omegamon que se detuviera? ¿Te das cuenta de que estamos en esta situación por tu culpa?
Taichi tenía la voz de un general acostumbrado a dar órdenes, aunque de vez en cuando se le deslizaba alguna nota vacilante.
—Estamos vivos gracias a que di esa orden. ¿Olvidaste lo que sucedió en la primavera del 2000, el enorme poder del GaruruCannon? Entiendo que quieras salvar a tu hermana, Taichi, pero ese no es motivo para que no pienses en tu propia seguridad. Si mueres, nadie va a poder ayudarla.
Takeru también lo recordaba: recordaba cómo esa explosión había barrido incontables enemigos; recordaba los fragmentos de Diaboromon volando por los aires; recordaba la luz blanca, cegadora, y no le costaba mucho trabajo imaginar lo que sintieron Taichi y su hermano, expuestos a la onda expansiva del terrible impacto.
Taichi pareció vacilar; seguía con la mirada firme, pero no contraargumentó.
En ese momento, la puerta se abrió y Hackmon los interpeló desde el umbral:
—¿Pensaron en los testigos?
—Por supuesto —dijo Koushiro—. Nuestro primer testigo será Gennai-san.
—Imposible. Él no forma parte de este mundo. Ygdrasill, la computadora central, determinó que su utilidad había terminado.
Koshiro frunció el ceño; su primera esperanza había caído.
—Entonces quiero que Piccolomon testifique en nuestro favor.
—Piccolomon está muerta. La mataron los Dark Masters. Si no estoy mal, ustedes fueron testigos de eso.
Mimi tomó la palabra:
—Pero la ciudad del Inicio ha sido restaurada. ¿Por qué no ha revivido?
—Porque recibió cuatro ataques simultáneos de cuatro Digimon nivel mega. Le destrozaron el Digicore. Si le sucede eso a un Digimon, jamás resucitará.
Takeru apretó los puños. Sabía que una de las motivaciones de Mimi para afrontar la lucha había sido la certeza de que sus compañeros muertos resucitarían, de que todo volvería a la normalidad. Ella, probablemente, habíasidola más golpeada del grupo con esta noticia.
—Leomon, Whamon, Chumon —dijo Koushiro—. Ellos están bien, ¿verdad?
—Sus Digicores no fueron destruidos, si a eso te refieres— dijo Hackmon.
—¿Entonces pueden testificar en nuestro favor?
—Me temo que no. No recuerdan nada de sus vidas anteriores.
Otro golpe bajo a las esperanzas de Izumi.
—Centarumon, Andormon, Yukidarumon y Meramon. Ellos no murieron. Supongo que no habrá ningún problema.
—Ellos testificarán contra ustedes. Los cuatro. De hecho, Centarumon dará el primer testimonio del juicio.
—¿Y qué hay de Otamamon, Gekomon y Ogremon? —Preguntó Mimi.
—Hablaré con ellos. Supongo que no tendrán problema en testificar por ustedes. ¿Alguien más?
Silencio.
—Si no tienen a nadie más, me retiro. Al amanecer, dos Knightmon vendrán a buscarlos para llevarlos ante el Alto Tribunal. Hasta entonces.
Y Hackmon cerró la puerta, dejándolos sumidos en la bruma y en el silencio. Pero el silencio del ambiente no se condecía con el de la cabeza de Takeru: en ella, cercanas, resonaban las palabras de Hikari: “Ayudame, Takeru. Por favor”.


El último recuerdo que tenía Masami de aquella escena era al murciélago de la voz chillona diciéndoles que se tenían que sentir afortunados por ser la valiosa comida de Vandemon-sama, mientras varias personas clamaban por sus hijos. Después, las sombras. Y pesadillas, pesadillas que involucraban un dinosaurio naranja, el asesino de su familia.
“Por fin te tengo, Koromon”, se dijo, y descongeló la imagen de su ordenador. Ya casi era noche cerrada.
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