26-07-2020, 05:22 AM
Digimon Reset
デジモンリセット
Libro Primero: La llamada de las tinieblas
最初本、闇呼
Capítulo 2: Reencuentro
第二章、再会
デジモンリセット
Libro Primero: La llamada de las tinieblas
最初本、闇呼
Capítulo 2: Reencuentro
第二章、再会
Love is the bane of honor, the death of duty.
George R.R Martin
George R.R Martin
—Repacemos el plan —dijo Agumon con un tono marcial que contrastaba fuertemente con su aguda voz infantil—. Cuando los humanos lleguen…
—¿Para qué tenemos que hacer esto de nuevo? Todos sabemos qué hacer. Recuerda que somos mucho más inteligentes que tú.
El dinosaurio naranja pareció intimidado. “Creo que me he excedido”, pensó Tailmon. “Pero es natural; después de todo, nunca terminé de adaptarme a este grupo, y a la vez debo ser la que está más nerviosa de todos. O tal vez no”. Miró los rostros de sus acompañantes y vio en ellos la incertidumbre de quien ha sufrido mucho y sabe que se enfrentará nuevamente a lo desconocido. No sorprendía que tuvieran miedo; salvo ella, que se movía por el deseo de ayudar a su compañera, ninguno de los otros tenía una motivación realmente potente para estar allí, salvo quizá la creencia de que tenían algún tipo de compromiso que los vinculara a su destino.
A Tailmon no le había sido indiferente el fugaz destello de desasosiego que había surcado los ojos de Biyomon cuando le había comunicado que el mundo los necesitaba de nuevo, y que tenía que dejar solos a los Yokomon que estaba defendiendo, ni el arastrar lento de los pies de Gomamon al alejarse del lago Ojo de Dragón, ni el “¿Por qué tenemos que hacer esto?” que había escapado de los labios de Palmon cuando creía que nadie la escuchaba; y sin embargo, todos estaban allí, acompañándola en su angustia, aunque ella sospechaba que no era por amistad desinteresada.
“Es porque esperan que en una situación similar, yo actúe igual que ellos ahora”, concluyó.
“Veinte años, mamá. Hoy cumplo veinte años”.
A Masami Ushikawa siempre le había gustado pasar el aniversario de su nacimiento en compañía de sus seres queridos. Y esta vez no había sido la excepción. Miró largamente las tres tumbas que se encontraban frente a ella. Las había visto tantas veces que su imagen se le había quedado en la mente con una precisión tal que sería poco llamarla fotográfica, pero una necesidad de recordar que, teniendo en cuenta su pasado, muchos habrían catalogado de masoquismo la llevaba a seguir viendo y a repetirse lo que leía en aquellas inscripciones, hasta que el tedio y la costumbre despojaban cada palabra de su sentido.
“Kenshiro Ushikawa (15-06-1958 06-03-1995), amado padre y esposo, víctima del terrorismo”, rezaba la inscripción de la lápida de la derecha, que Masami mantenía limpia a pesar de los primeros indicios de corroción. La misma mentira estaba escrita en la que cerraba el grupo: “Aiko Ushikawa (18-05-1960 06-03-1995), amada madre y esposa, víctima del terrorismo”. Pero lo que realmente la enervaba, lo más imperdonable de todo era la tumba del centro, la más pequeña de las tres, la más reciente, la que aún no mostraba señales del paso del tiempo: “Mitsuki Ushikawa (18-04-1991 03-08-1999), hijo y hermano, muerto en circunstancias desconocidas”.
“Circunstancias desconocidas”. Masculló las palabras con las vísceras movidas por una negra cólera. Ella conocía perfectamente las causas de la muerte de su hermano, y sabía que el poder político no las ignoraba, pero ese mecanismo defensivo que se conoce como miedo había optado por desconocer los hechos. Pero ella no podía olvidarlos.
En ese momento sonó una alarma: la hora había llegado; pronto sabría la verdad.
Seis de los niños elegidos se encontraban en una oficina del edificio central de la Fuji TV que el padre de Yamato había podido despejar para ellos, sentados en círculos alrededor de unas fotografías en las que se vislumbraban no sin cierta dificultad unos caracteres ígneos de contornos borrosos. Los únicos ausentes del grupo original eran Hikari Yagami, que se encontraba en paradero desconocido, y Jyou Kido, que se había rehusado a ir alegando que su vida personal y su futuro eran demasiado importantes para ponerlos en peligro por algo que en última instancia no tenía que ver con su mundo.
“Por suerte para él”, pensó Koushiro, “la que lo telefoneó fue Mimi; si hubiese sido Taichi, con lo enojado que está, con toda seguridad en este momento estaría en su casa, arrastrándolo hasta aquí a golpes”. Pero no se distrajo más por eso, centró su atención en las fotografías y comenzó a hablar:
—Esto —dijo—, es sin duda alguna alfabeto digital, como el que encontramos en varios lugares de nuestra aventura hace tres años. Si apareció aquí, primero tenemos que señalar lo obvio: el Digimundo está involucrado. No sé decir si son datos de alguien que haya muerto en este lugar o si es producto de una distorsión como las de antaño, pero creo que podemos descartar lo segundo, porque hace más de un año que no se registran distorsiones significativas. Otra posibilidad, ésta más improbable, es que esto venga de otra dimensión ajena al mundo digital, pero que tenga las características de compartir su sistema gráfico.
—Conclusión —dijo Taichi—: no sabes nada. ¿Por qué no dejas de lanzar conjeturas estúpidas y me dices dónde se encuentra mi hermana?
Koushiro ni lo miró. Se limitó a proseguir:
—Además de eso, tenemos el problema de la intencionalidad. ¿Quien escribió esto tiene alguna intensión detrás o es solo producto de un acto inconsciente? ¿Esto está provocado por un ser pensante? Y si es así, ¿podremos entenderlo? Y por último, tenemos el problema de la coherencia. ¿Los mensajes tienen coherencia interna, o son un conjunto de grafemas sin sentido? ¿El conjunto de los mensajes trata siempre los mismos temas? ¿Algún mensaje se repite? ¿Por qué?
El joven Izumi señaló una de las imágenes.
—Aquí, por ejemplo —dijo—. Esto parece una serie de sonidos sin sentido, pero a lo mejor sea una especie de conjuro. Si lo escribimos en Katakana, sería así: ウィッチェルニー.
—Witchelny —leyó Sora—. ¿Qué significa?
—No lo sé. Pero lo curioso no es solo eso. En torno a las palabras parece que hay ciertos impulsos eléctricos que generan ondas. Son imperceptibles tanto al ojo humano como a las cámaras y otros dispositivos. Pero tal vez si los decodificamos gracias con los programas que instaló Gennai en mi computadora, podamos saber qué significan.
El pelirrojo encendió su ordenador y tecleó unos cuantos comandos. Al poco tiempo apareció en pantalla una animación de un Monzaemon bailando con un tutú, y cuando desapareció, se pudo ver un vacío negro en el que revoloteaban ciertos Digimoji. Izumi tecleó a toda velocidad, y los caracteres se deshicieron en una concatenación de códigos binarios que se reagruparon para que en el monitor apareciera una secuencia de imágenes aparentemente aleatorias.
En primer lugar, se vio una sucesión de colores y formas que cambiaban lo suficientemente rápido como para que nadie pudiese percibir si eran o no identificables; luego, la velocidad de los fotogramas disminuyó y tuvieron un primer plano de las páginas de un libro inconmensurable escrito en arabescos; a continuación hubo un corte en negro, e inmediatamente después, se materializaron ante sus ojos vislumbres de lo que intuyeron era una tormenta de arena en la noche de la llanura Gear, aunque las imágenes parecían difuminarse, como vistas a través de los ojos de un moribundo; más tarde se pudo ver un felino bípedo que ofrendaba un cuenco lleno de agua, y luego apareció ante ellos la imagen de un hombre alto, pálido, rubio, vestido con una mortaja y una capa, a quien todos reconocieron inmediatamente.
—Ese es Vandemon —dijo Yamato.
—Así es –corroboró Izumi—. Y el de la imagen anterior era Tailmon.
—Eso quiere decir que la persona a través de cuyos ojos vemos esto es…
—Wizarmon, sí —dijo Koushiro.
Cuando la imagen de Vandemon hubo desaparecido del ordenador, éste fue reemplazado por otra escena en la que él mismo arengaba a sus tropas, antes de voltear, con los brazos extendidos, hacia una puerta con grabados arcanos, y articular unas palabras que no pudieron ser oídas; pero en ese momento, como si la capacidad perceptiva del observador hubiera accedido a un nivel inasequible para el resto, todo el plano se deshizo en una secuencia de ceros y unos, y los seis adolescentes pudieron ver que los códigos binarios que estaban cerca del lugar en el que podría situarse Vandemon se aceleraban, y que algunos dos aparecían entre ellos.
—El código ha cambiado —dijo Izumi—. Entonces, lo que hizo Vandemon fue alterarlo con su magia. Es programación avanzada.
—¿Programación? ¿A qué te refieres? —preguntó Mimi.
—Recuerda que en la pirámide de Nanomon dije que, a diferencia de en nuestro mundo, donde todo está compuesto de materia cuya unidad mínima son los átomos, todo lo que hay en el Digimundo existe gracias a una base de datos cuya unidad es un código binario. Si alguien lograra alterar esos códigos, estaría provocando cambios en la materia del Digimundo. Es como si aquí se modificaran los átomos de los que está hecha la materia, como querían los alquimistas.
—¿Y qué tiene que ver eso con viajes interdimensionales? —preguntó Taichi, irritado.
—Todo –respondió Izumi—. Dentro del Digimundo, las paredes invisibles que separan una dimensión de la otra también están hechas de datos; de manera que si logras alterar la data, podrás atravesar esa pared.
—Pero eso no te servirá de nada. Puede que te sirva para pasar del Digimundo al nuestro, pero no al revés. No puedes alterar los átomos que constituyen este mundo con programación. Además, aun si pudieras, Vandemon necesitó de un canalizador para pasar entre dimensiones. En su caso fue la puerta, pero ¿qué tenemos nosotros?
—A tu primera pregunta te responderé que es cierto, que el mundo no está hecho de data, pero sí puede hacerse lo que yo pretendo con la suficiente cantidad de datos necesarios, y sé dónde encontrarlos. A tu segunda pregunta te diré que tenemos el canalizador que necesitamos justo aquí. Supongo que todos han traído su Digivice, ¿verdad?
Cinco manos alzaron cinco dispositivos celestes. “Excelente”, pensó Izumi. Luego se volteó hacia su ordenador, se concentró en el recuerdo que Wizarmon tenía de Vandemon abriendo la puerta de los mundos, y se fijó específicamente en los códigos binarios que se veían en la zona en la que se habían depositado las cartas. Más adelante, con otro de los programas de Gennai, logró capturar una secuencia pequeña del remanente de unos y ceros que constituía la menguante memoria de Wizarmon, y los alteró para que fueran lo que indicaban las cartas.
Inmediatamente después, en la pared delante de ellos comenzó a verse un vórtice de límites índigos, e Izumi indicó a todos que extendieran sus dispositivos digitales, de los cuales comenzaron a emanar seis haces de luz dorada que lograron agrandar la grieta dimensional, aunque solo por unos segundos, porque al cabo de ese tiempo, el agujero desapareció sin dejar señal alguna de su fugaz existencia.
—¿Qué sucedió?
—Parece que la energía de seis Digivices no es suficiente. Taichi, ¿has traído el de tu hermana?
Taichi sacó otro aparato.
—Muy bien. Ahora intentemos usarlos.
Una vez más todos extendieron los dispositivos al ver que el vórtice comenzaba a abrirse. El de Hikari no reaccionó, y el resultado fue el mismo de antes.
¿Por qué no funciona?-, se preguntó el moreno en voz alta-. ¡Tienes que reaccionar!- Lo apretó con fuerza-. ¡Hikari está en peligro!- El aparato siguió muerto. Taichi cayó de rodillas y una lágrima solitaria rodó de sus ojos a la pantalla del artefacto. No ocurrió absolutamente nada. –Maldición. ¿Y ahora qué? –Preguntó, enfadado.
—Nos falta un Digivice —señaló Izumi.
Todos se miraron; era obvio quién faltaba.
Sentado en su cuarto, con una mano sobre su frente, Jyou Kido paseaba sus ojos por las columnas de Kanji de su libro de anatomía, preocupado menos por no entenderlos que por atribuir su incapacidad al cansancio mental acumulado, a la tensión producto de los exámenes inminentes o a falta de horas de sueño, pese a saber cuáles eran las causas reales. Al atardecer del día anterior, Mimi se había contactado con él por vía telefónica para preguntarle si había percibido alguna anomalía que tuviera que ver con el Digimundo, a lo que él había respondido de forma tajante, como para que quedara claro que no quería que lo molestaran por eso. Él era el primero en reconocer que su viaje al Mundo Digital y su aventura junto a Gomamon habían sido esenciales para moldear su personalidad, pero lo abrupto de su despedida, una vez cumplida su misión, le hizo pensar que aquel mundo solo los había usado para sus fines, sin importarle sus sentimientos, por lo que prefirió relegar todo lo que tuviera que ver con él a un rincón recóndito de su mente.
Su primera acción fue ocultar su copia de la fotografía grupal en la Ciudad del Inicio y su Digivice en el cajón más relegado de su escritorio. Su primer impulso había sido destruirlos, pero el corazón no le dio para tanto, quizá por respeto a Gomamon, quizá por el deseo inconsciente de volver a verlo. Para no pensar en ello, también había reducido su contacto con el resto de los Elegidos a lo estrictamente necesario e inexcusable. De vez en cuando lo asaltaban ardides de la nostalgia que jugaban con él, aunque debía reconocer, no sin cierto alivio, que estos instantes eran cada vez menos frecuentes.
Sin embargo, pocas horas atrás, en el comedor de la preparatoria, una mujer joven, de pelo corto y aspecto severo, que se presentó con el nombre de Masami Ushikawa y una tarjeta que no ofrecía más dato que ese, se había sentado delante de él y, con un tono que pretendía ser casual, le había dado una conversación aparentemente inocente, que poco a poco fue aderezando con preguntas de índole cada vez más personal, hasta que el joven Kido, sin siquiera notarlo, se encontró hablándole de su pasado y de su experiencia con Gomamon como ni siquiera se había animado a hacerlo con sus compañeros de viaje. Cuando se dio cuenta, intentó cambiar de tema, pero la chica, que hacía tiempo ya había terminado su café, le dijo que había sido un placer hablar con él, pero que tenía que retirarse.
Su congoja no le permitió concentrarse en las clases de la tarde, y todo empeoró cuando, al llegar a su casa, su madre lo recibió con la noticia de que Mimi nuevamente estaba al teléfono. La chica le dijo lo que la parte más sentimental de su ser había estado esperando oír desde el 4 de agosto de 1999 pero que su parte racional había descartado por imposible: que era probable que la puerta digital volviera a abrirse y que ellos irían al Digimundo para averiguar el paradero de Hikari. El muchacho estuvo un instante en silencio, meditando su respuesta, y al cabo de un rato le soltó a Mimi de un solo golpe, casi sin respirar, que justo antes de que volvieran al mundo de los humanos Gennai les había dicho que no era prudente que se quedasen en el digital, porque no reconocería su base de datos y la borraría para siempre, que no tenían fundamento sólido alguno para sostener que Hikari estuviese en el Digimundo, fuera de unas conjeturas de Koushiro que los otros creían por fe ciega y desesperación, que, en última instancia, si el Digimundo los necesitara, los volvería a llamar, para después desecharlos, como había hecho la primera vez, y que él no podía perder el tiempo en cosas infantiles. El instante de silencio que siguió a la articulación de estas palabras fue tal que Kido tuvo la sospecha de que Tachikawa estaba aún luchando contra el impacto que le produjeron, y aquella sospecha se convirtió en certeza ante la respuesta de la chica, con un tono que indicaba que se estaba tragando las lágrimas:
–De acuerdo. Es tu decisión. Tú me acompañaste cuando quería alejarme de las peleas para seguir mi propio camino, me defendiste junto con Gomamon y Leomon de Pinocchimon y MetalEtemon, y no te quejaste ni una sola vez. No te pediré que nos acompañes, si no quieres. Sé feliz, Jyou-Sempai. Te lo mereces.
Luego de eso, cortó sin darle tiempo a Jyou de replicar nada. ¿Qué hubiera podido replicar, de todas maneras?
Sus ojos se paseaban sin rumbo por las palabras de un volumen que había desmerecido su atención desde hacía mucho tiempo. Recordó una conversación que había tenido con Gomamon en la bahía de Hinode Sanbashi, a la vista de una Odaiba cubierta por una niebla mágica: “¿No te enseñaron cómo despejar esta niebla en clase?” había preguntado Gomamon. “No”, fue su réplica. “Ni cómo encender una fogata, ni cómo lavar los platos; esa clase de cosas no te las enseñan en clase”. Gomamon pareció confundirse: “Entonces, ¿qué cosas te enseñan?” La pregunta era muy sencilla y había sido hecha con toda la inocencia del mundo, pero Jyou no supo darle una respuesta satisfactoria. En su momento había sospechado que su respuesta sería demasiado intrincada para la simple mentalidad de Gomamon, pero algunas veces lo sorprendía la inquieta certidumbre de que esa pregunta había dado el puntapié para trastocar los principios en los que se basaba su filosofía de vida. “Gracias a este viaje obtuve muchas experiencias que ni siquiera salen en un examen de admisión”, había dicho en su momento. Era cierto. Pero el hecho de sentirse usado y desechado había contribuido a que quisiera olvidarse de todo y reiniciar su vida como si esos cuatro días no hubiesen sucedido nunca. “¿Qué pensarías de mí ahora, Gomamon?”.
Ruido del timbre. No importaba; su madre se encargaría de eso; él no debía distraerse. Se escucharon unos pasos apresurados y la puerta principal abrirse. La voz de Taichi preguntó por él.
—Está estudiando. Cuando termine, le diré que te llame.
—¡Pero es urgente! —gritó el moreno; a Jyou no le costaba nada imaginarlo, con el ceño fruncido y los dientes apretados.
—No hagas ruido, por favor. Mi hijo está estudiando. Si quieres gritar, ve a hacerlo a otro lado.
Al cabo de unos pocos segundos de silencio, se alzó la voz lenta, suave y formal de Koushiro Izumi.
—Realmente sentimos mucho molestarla, señora Kido —dijo él—. Pero necesitamos de la ayuda de Jyou. No será por mucho tiempo, y es de vida o muerte.
—¿De vida o muerte? ¿Qué pueden saber ustedes de asuntos de vida o muerte?
—¡Mi hermana está en peligro! –Gritó el moreno con una voz tan estentórea que era más que obvio que no había alma en todo el edificio que no la había escuchado.
En ese momento, Jyou se puso de pie y salió de su cuarto. La escena que lo sorprendió fue triste y patética: su madre intentaba cerrar la puerta del apartamento, mientras Taichi se lo impedía con un pie en el umbral; detrás de él se apelotonaban Koushiro, Yamato, Sora, Mimi y Takeru; era evidente que todos estaban preocupados.
Cuando Taichi lo vio, su expresión tensa pareció ceder.
—¿Recapacitaste y has decidido venir con nosotros, Jyou?
El mayor de los elegidos negó con la cabeza.
—No quiero saber nada con ese mundo. Ellos lo único que querían de nosotros era usarnos para su beneficio. Nunca les interesamos realmente. No volveré allí, Taichi.
—Pero Hikari está en peligro, y necesitamos tu Digivice para abrir la puerta, Jyou-Sempai-, replicó Mimi.
—Si eso es todo lo que quieren… –. Jyou se dirigió nuevamente a su cuarto, abrió el cajón de las cosas olvidadas, tomó el Digivice y se lo lanzó a Taichi con todas sus fuerzas –… pueden quedarse con él. No quiero que vuelvan a molestarme.
Taichi, que había tomado el Digivice de Jyou al vuelo, respondió con desprecio:
—Me gustaría, créeme. Pero no es tan simple. Necesitamos que tú abras la puerta. Solo tú le puedes dar energía al Digivice. Si después de abrir la puerta te quieres quedar aquí, cómodo en tu casa mientras mi hermana está en peligro, por mi no hay problema. Pero necesito que hagas esto. Una vez me hayas hecho este favor, si quieres, no te dirigiré nunca más la palabra. Tal vez sea mejor. No veré cómo te conviertes en un médico mediocre que abandona a la gente que lo necesita.
La señora Kido estaba a punto de responder algo, pero su hijo la frenó con un movimiento de su mano.
—Está bien, Taichi. Ayudaré a abrir la puerta. Pero no tengo intensión de volver a ese mundo.
La tensión en el rostro del moreno disminuyó, pero aún así el desprecio se dejaba ver en sus ojos.
La selva estaba rodeada por un silencio anormal. No era como si los animales y las plantas se estuvieran esforzando por no hacer ruido; era como si hubiesen perdido esa capacidad. El susurro del viento, el crepitar de las ramas al quebrarse, el leve ruido de los insectos y animales al desplazarse había desaparecido. Era tal el silencio que Agumon podía sentir los latidos de su corazón como si fueran bombos, el crujido de sus articulaciones como si fueran el ruido de la cuerda de un arco al tensarse, cada una de sus exhalaciones como el anticipo de un huracán. Sabía que todos sus compañeros estaban igual que él.
El plan original de defensa consistía en que Andromon, Leomon y Meramon detuvieran a los intrusos, mientras Centarumon se encargaba de pedir refuerzos a la capital del Digimundo. Pero Tailmon se había opuesto. Fue tal la vehemencia con la que explicó por qué no había que matar a los humanos, tal la determinación que se veía en cada una de sus palabras cuando sostenía que los necesitaban vivos para averiguar si era verdad el presentimiento de que algo le había sucedido a su compañera y era tal el peso de su nombre y el de las hazañas que había realizado por ese mundo que a nadie se le ocurrió contrariarla. Ella había solicitado que Andromon y Monzaemon la ayudaran, pero sus otros compañeros de aventuras le dijeron que por el vínculo que los unía querían luchar a su lado y ayudarla a encontrar a su compañera.
—Y si nos encontramos con la muerte-, había dicho Agumon –La enfrentaremos todos juntos, como los compañeros que somos.
Sin duda alguna, fueron palabras apresuradas, aunque en aquél momento habían parecido fáciles de articular. Ahora era tiempo de sostener con el pecho lo que había salido de sus bocas.
Entonces, un cúmulo de nubes se formó en el cielo. Tailmon era la única que no había visto algo así en su vida, porque cuando había sucedido estaba extraviada en una selva oscura del continente Server, pero Agumon la identificó sin problemas.
Recordó la primera vez que había contemplado un fenómeno así, después de pasar días incontables mirando al cielo y repitiendo el nombre de la persona que esperaba. Recordó la mañana en que Tokomon había alzado la vista y había dicho: “¡Aquí vienen!” Recordó cómo sus ojos se llenaron de lágrimas, cómo su corazón pareció salírsele del pecho.
“Pero estos humanos son diferentes”, se dijo. “Estos vienen a destruir todo lo que amamos y no podemos permitirlo”. Recordó entonces su primer viaje al mundo humano, cuando Taichi había dicho que los Digimon eran un peligro. “Estoy seguro de que apoyarías mi accionar, compañero, donde quiera que estés”.
—Ha llegado el momento —anunció—. ¡Al ataque!
Ahora los siete jóvenes que cuando niños fueron llamados al Mundo Digital en su campamento de verano de 1999 estaban reunidos en semicírculo frente a la computadora de Koushiro, esperando a que el pelirrojo terminara de dar los últimos toques a su programa.
“Ojalá que esto funcione y que me dejen en paz”, pensó Jyou. “Si algo sale mal, Taichi es capaz de matarme. No es que no me importe Hikari-chan, pero creo que no debemos intervenir con asuntos de otro mundo”.
—Extiendan sus Digivices, por favor —dijo Koushiro.
Todos obedecieron: Taichi extendió el suyo y el que Jyou supuso que sería de Hikari, con mucha firmeza en su pulso; Mimi apenas apuntó con su brazo a la dirección que señalaba Izumi; Takeru lo hizo con más determinación que Taichi; el brazo de Jyou, sin embargo, estaba tembloroso, y el chico pudo sentir retorcijones en el estómago.
La puerta comenzó a abrirse; primero un vórtice pequeño, que fue creciendo notablemente hasta consumir casi la totalidad de la pared de la oficina.
“Supongo que este es el momento de que me vaya”, pensó el mayor de los elegidos. Pero no pudo hacerlo. Un campo gravitacional inconmensurablemente fuerte se formó en torno a la pequeña figura negra, y los elegidos sintieron cómo cada uno de los átomos que conformaban sus cuerpos se estiraban, atraídos por la potencia titánica de aquella fuerza arrolladora.
—¡Ojalá no me hubiera prestado para esto! —Gritó el joven Kido, mientras, inmenso dolor mediante, cada ínfima parte de su ser se veía arrastrada al interior de una ola enorme.
En ese preciso momento, Hiroaki Ishida entró en la oficina, solo para encontrar un revoltijo de papeles desparramados en el suelo y la sombra de un agujero negro que se cerraba frente a sus ojos.
A pocos edificios de distancia de la Fuji, en un despacho oscuro y solitario, Masami Ushikawa tecleaba a toda velocidad comandos en su computadora. El programa espía que había instalado en el ordenador portátil del joven Izumi había funcionado mejor de lo que ella esperaba: no solo había logrado extraer todos los datos de su computadora personal, sino que además, podría ver en su monitor todo lo que viera su WebCam. Hacía pocos instantes había contemplado cómo el chico manipulaba un cierto remanente de data que por alguna extraña razón había quedado flotando en las oficinas principales de la Fuji TV y había hecho con él un vórtice para usar de puerta a otro mundo.
“Te tengo, maldito”, había pensado en aquel momento. Una vez consumida su euforia inicial, había retrocedido las imágenes y se había concentrado en los códigos, y en lo que estos decían. Antes de ser manipulado por el muchacho, el sistema binario parecía hacer alusión a cuestiones completamente aleatorias. Pero era el sistema ternario que se había formado después lo que interesaba a Ushikawa, porque allí radicaba la clave para abrir la puerta a ese mundo.
Pero además de los códigos, los chicos habían usado unos aparatos extraños. “Digivices”, los llamaban. ¿Qué serían? Aún no lo sabía, pero se encargaría de averiguarlo muy pronto. El programa que había instalado en la computadora del joven Koushiro la ayudaría enormemente para esa misión.
Cuando los dispositivos apuntaron a la dirección indicada por Koushiro, Taichi Yagami vio una esfera de luz que creció de forma desproporcionada y lo absorbió con una potencia cíclica. Durante los segundos siguientes, se encontró girando en un fárrago de estímulos sensoriales tan diversos que no podía decir qué estaba viendo, ni dónde estaban los miembros de su cuerpo, ni cuál de todos sus compañeros era el que le estaba gritando en el oído. Al cabo de un tiempo, esa sensación cesó tan súbitamente como había iniciado, y el muchacho percibió que estaba cayendo por un precipicio; y finalmente escuchó una voz que conocía muy bien, una que secretamente había deseado oír desde el día en que Diaboromon casi destruye la ciudad de Tokio, aunque en esta ocasión había llamado al ataque con un tono despiadado, marcial, autoritario, que anteriormente había usado en una ocasión, cuando MetalGarurumon se había propuesto acabar con ellos.
Luego ocurrieron varias cosas en un segundo: la espalda del moreno recibió un fuerte golpe contra una superficie extremadamente dura, probablemente una roca; una hiedra de color violeta envolvió fuertemente sus brazos y piernas, cortándole la circulación; sintió un peso en su pecho, y un objeto punzante y afilado le rozó el cuello, donde percibió la formación de una diminuta gota de sangre; y una voz que había escuchado por primera vez en el castillo de Vandemon inquirió:
—¿Dónde está Hikari Yagami?
—¡Eso es lo que quiero saber yo! –gruñó él.
Entonces, el agarre de la hiedra y el peso en su pecho cedieron, y el objeto punzante fue retirado de su cuello. Lentamente se incorporó, aún dolorido, y miró a su alrededor. Sus compañeros (entre los que para su sorpresa se encontraba Jyou) estaban sentados, frotándose las muñecas y las rodillas para recuperar la circulación; era evidente que ellos también habían sido aprisionados por las lianas. Y frente a ellos se encontraban ocho Digimon que él identificaba bien. Aunque no reconocía la mirada de odio que había en sus ojos.
Los Digimon continuaron con su fachada hostil, pero en el interior de sus ánimos comenzaba a gestarse la duda. Los humanos que habían llegado eran distintos a los que habían dejado ese mundo hacía casi tres años, más altos, con rasgos más maduros y voces más graves, pero a ninguno le cupo duda de que se trataba de sus antiguos compañeros. Entonces, la determinación que tenían flaqueó por un momento. Aunque luego pensaron en la posibilidad de que el nuevo enemigo, aquel peligro innominado que las profecías habían dicho que le daría el golpe final a su mundo, conociera los más íntimos anhelos de sus espíritus y se estuviera valiendo de ellos para flaquear su resolución.
“Es bastante probable que sea un engaño”, se dijo Tailmon. Pero algo la turbaba. “¿Cómo era posible que ellos supieran que algo le estaba pasando a Hikari? ¿Y si era mentira y solo habían dado esa respuesta por la pregunta que ella había formulado en primer lugar? ¿Había hecho bien en preguntar por su compañera? ¿Se había equivocado al quitar sus garras del cuello del supuesto Taichi?
Mientras estas y otras dudas surcaban la mente de la felina digital, uno de sus compañeros, que era el encargado de proteger al portador de la esperanza, dio un paso al frente y encaró al más pequeño de los dos niños rubios del grupo:
—¿Quién eres?
—Me llamo Takeru Takaishi –contestó el chico–. Hace no mucho tiempo fui llamado a este mundo para salvarlo con la ayuda de un compañero Digimon. Mi emblema es el de la esperanza, y mi compañero eres tú, Patamon.
“Esto está mal”, pensó la gata. “Necesita exigirle una prueba de que de verdad es él. Algo que solo ellos dos sepan”.
—¿Cuáles fueron las palabras que intercambiamos antes de despedirnos?
“Esa era la pregunta”, recapacitó Tailmon. “Ninguna otra persona podría saber de eso”.
Takeru miró a Patamon durante escasos segundos silenciosos en los que la tensión colectiva no hizo más que acrecentarse. Luego respondió:
—Yo estaba llorando. Estaba llorando porque pensé que jamás volvería a verte. Tú me recordaste que después de la batalla contra Devimon nos habíamos reencontrado, y me dijiste que no perdiera las esperanzas. Estoy muy feliz de verte de nuevo, Patamon.
Entonces, tras esas palabras, una luz amarilla, con forma de estrella fugaz, resplandeció en el pecho del muchacho, y se unió a su compañero Digimon, cuyos ojos se iluminaron.
—Entre nosotros nunca hicieron falta las palabras, Gabumon –dijo el mayor de los rubios–. Después de perdernos juntos en una cueva de oscuridad y encontrar el camino de regreso, los dos siempre supimos lo que sentía el otro.
Y una luz azul los conectó a ambos, y en los ojos del Digimon brilló el reconocimiento, y su corazón se inundó de alegría.
—Biyomon, gracias a ti pude tener una mejor relación con la gente que me rodea —dijo Sora—. Ya saludé a mi madre de tu parte, como me lo pediste. Ella también te está agradecida.
Y tanto la chica como el ave rosa se vieron unidas por un haz de luz carmesí.
—Yo también me volví más fuerte gracias a ti, Palmon. Te quiero mucho —dijo la joven Tachikawa, mientras le sonreía.
—Lamento haber sido tan caprichosa durante nuestra despedida, Mimi —dijo su compañera.
Esta vez, el destello de luz que las vinculó fue de color esmeralda.
—Gomamon, dame tu mano –dijo Jyou mientras le tendía el brazo. Él no tenía ganas de volver al Digimundo, pero el hecho de ver a su compañero tras tantos años de ausencia hizo que se diera cuenta de cuánto lo extrañaba. Y tuvo que ser sincero consigo mismo.
La pequeña morsa reptó hacia él, y ambos se vieron unidos por una luz de color plata.
Koushiro también extendió sus brazos hacia su compañero:
—Muchísimas gracias por todo lo que hiciste por mí, Tentomon —dijo—. Sabes que me cuesta expresar mis sentimientos, pero imagino que aún recuerdas nuestro abrazo de despedida.
Y el pelirrojo y la mariquita se vieron entrelazados por un destello de color lila.
—Recuérdalo, Agumon: cuando tú estás a mi lado somos guerreros invencibles.
—Pues claro, Taichi –dijo, por último, el dinosaurio anaranjado, y con esas palabras, no cupo duda en los corazones de las siete bestias digitales de que los humanos que habían llegado al mundo no eran otros que sus antiguos compañeros de aventuras, y saltaron a sus brazos, plenos de regocijo.
Pero la que no podía albergar regocijo en su corazón era Tailmon. Mientras se producía el reencuentro de los siete chicos con sus Digimon ella no paraba de preguntarse la causa de la ausencia de Hikari en el grupo. El hecho de que Taichi hubiera preguntado por ella hacía más plausible la teoría de que estuviera en peligro. No quería interrumpir el momento que estaba presenciando, pero entonces, una vez más, la voz resonó en su cabeza:
—¡AYÚDAME, TAILMON!
—¿Dónde estás, Hikari? –gritó, acaso pensando que su compañera oiría su voz.
Quienes la oyeron fueron los otros presentes. Al cabo de poco tiempo, se desligaron de sus abrazos y la preocupación volvió a sus rostros.
—Pensábamos que Hikari se encontraría aquí –dijo Sora.
—No —respondió Biyomon—. La puerta no se ha abierto desde la aparición de Diaboromon.
—Y sin embargo, ustedes estaban esperando a alguien, ¿verdad? —preguntó Izumi.
—Es cierto —respondió su compañero—. Esperábamos a los humanos que destruirán el mundo. Según una profecía del laberinto que protege Centarumon, ellos llegarán aquí hoy. No se sabe quiénes serán, pero sabemos que provocarán el fin de todo lo que existe.
—Entonces por eso nos atacaron.
—¿Qué ha pasado con Hikari? —preguntó Tailmon.
—Ha desaparecido –respondió Takeru—. Parece haberse desintegrado en el aire sin dejar rastro. No tenemos idea de dónde puede estar, pero supusimos que se encontraría en este mundo.
—Entonces, no era simplemente una corazonada mía —susurró la gata—. Pero ustedes no pueden estar aquí. No pertenecen a este mundo. Deben irse cuanto antes.
En ese momento se produjo un leve temblor de tierra, y a pocos metros de ellos se dejaron entrever dos seres que los elegidos conocían bien. Uno parecía un oso de peluche gigante, con un remiendo en forma de “X” en su estómago y ojos rojos; el otro era un robot de la altura de un hombre adulto.
—¿Ya les has extraído a los humanos la información que necesitabas, Tailmon? —Preguntó el oso de felpa—. Porque si es así, ya sabes lo que tienes que hacer con ellos.
Su tono de voz no permitía dudar de a qué se refería.
—¿No ves quiénes son? —preguntó Agumon, enfadado—. Son nuestros compañeros. No podemos hacerles esto. Nuestro deber es protegerlos. Es lo que siempre nos dijeron.
—En eso te equivocas. —Esta vez quien hacía uso de la palabra era el Digimon con forma de robot, Andromon–. Tu deber siempre fue para con tu mundo, no para con tu compañero. Los humanos solo fueron fuentes de energía; el motivo por el que necesitábamos que los protegieran era porque de sus sentimientos emanaba el poder que ustedes necesitaban para evolucionar. La amistad entre ustedes dos siempre fue un medio, nunca un fin en sí mismo.
Taichi apretó los puños con fuerza; su indignación era evidente para cualquiera.
—¿Eso quiere decir que nunca significamos nada para ustedes? ¿Lo único por lo que tuvimos un vínculo con nuestro compañero era porque se necesitaba de él para salvar el mundo?
—Así es —dijo Andromon—. Lamento que hayan malinterpretado todo. Pero ahora quienes están poniendo en peligro el mundo son ustedes. Y como Digimon que somos es nuestro deber eliminarlos.
—¡Espera! —dijo Gabumon—. Ellos no suponen ningún peligro. Los conocemos. Sabemos que no deben estar aquí. Pero creo que esto puede solucionarse si conseguimos que vuelvan a su mundo.
–Me temo que no es tan simple. Por el solo hecho de abrir la puerta, los humanos han alterado el flujo temporal del mundo. Éste es un universo que físicamente constituye un sistema aislado de toda influencia externa; al abrir un vórtice, han alterado el equilibrio. Eso es más que suficiente para merecer la pena de muerte.
Cuando hubo terminado de hablar, extendió su brazo, puso su palma frente a su rostro y comenzó a hacer girar su mano a gran velocidad. Los ocho Digimon se pusieron en guardia delante de sus compañeros, tal cual lo habían hecho muchos años atrás, apenas los conocieron, delante de Kuwagamon.
—No nos queda más remedio que pelear contigo, Andromon —dijo Agumon—. Pero no deseamos hacerte daño. Deja a nuestros compañeros en paz y no haremos nada.
El androide bajó su brazo.
–No puedo vencerlos a ustedes ocho –dijo–. Por suerte, Jijimon-sama previó que algo así podría pasar, y decidió enviar refuerzos. Ya deben estar por llegar.
Inmediatamente después, comenzó a oírse, primero remoto, luego cada vez más cerca, el sonido de un fuerte viento desplazándose a gran velocidad, como el que hace un avión cuando está cerca de la tierra.
Todos los presentes miraron en diversas direcciones, hasta que Patamon descubrió el origen del ruido. Después de volar por sobre las copas más altas de los árboles de la región había visto lo que parecía ser la forma borrosa de un Digimon azul, que se acercaba a la isla a toda velocidad.
A medida que se aproximaba fue tomando una forma cada vez más definida, hasta que a nadie le cupo duda de que se trataba de una especie de dragón gigante, lleno de ira y determinación; sobre su lomo había otros tres Digimon, dos con forma de niñas, vestidas con velos, uno blanco y otro negro; el tercero era un ser cuadrúpedo, cuyo cuerpo asemejaba el de un canino, pero con una capa roja hondeando a su espalda.
Al ver esto, Koushiro inmediatamente sacó su computadora y comenzó a teclear a toda velocidad; cuando el analizador hubo reconocido a las criaturas, se dispuso a leer la información que allí se revelaba:
—Aero-v-dramon. Es un Digimon veterano de múltiples batallas y muy experimentado en el arte del combate. Es un Digimon primitivo, de etapa perfecta, y por su poder puede rivalizar con un mega.
A continuación, apareció en el monitor la imagen de una de las dos niñas:
—Sistermon Noir. Un Digimon adulto de tipo marioneta. Es la hermana mayor de Sistermon Blanc, y tiene el carácter más maduro de las dos.
Luego, apareció la imagen de la que indudablemente era su hermana:
—Sistermon Blanc. Es un Digimon de tipo marioneta, etapa infantil y hermana menor de Sistermon Noir. A diferencia de esta, suele ser más amable e inocente.
Y finalmente, en pantalla, apareció la imagen del último Digimon del grupo:
—Hackmon. Un Digimon de etapa infantil, con función de datos y con cuerpo de dragón.
Apenas Izumi hubo terminado de leer toda la data, Aero-v-dramon aterrizó delante de ellos con un movimiento brusco, que hizo que se estremeciera la tierra a su alrededor; luego, echó un fugaz vistazo a todo el panorama: A Monzaemon y Andromon, que se habían corrido hacia atrás, como queriendo que no los vieran; a los siete Digimon infantiles y a la gata de nivel adulto, que parecían formar una barrera delante de los niños, y finalmente a los propios niños. Uno de ellos, el pelirrojo que tenía consigo un ordenador, lo miraba con un asombro que trasmitía más ansia de conocimiento que miedo; otro, con gafas, que parecía ser el mayor de todos, parecía estar buscando la vía de escape más rápida y segura; la que tenía aspecto de ser la más delicada de las dos niñas giraba su vista alternativamente entre Andromon, Monzaemon y los recién llegados, como si no pudiese creer lo que veía; el más grande de los dos rubios se puso delante del otro, como si quisiera protegerlo; y la chica que parecía la más fuerte de las dos y el moreno adoptaron una posición defensiva.
Hackmon se apeó con un movimiento grácil y comenzó a hablar:
—¿Así que estos son los humanos que destruirán el mundo? Centarumon envió un mensaje a la capital en el que decía que habían acordado que ustedes ocho se encargarían de eliminarlos. También le solicitó a Jijimon –sama refuerzos, por si acaso. Él nos envió a nosotros. Hemos llegado. Pero los vemos a ustedes y a los humanos intactos. No hay señales de lucha; nadie está herido ni muerto, y nada fue destruido. ¿Qué ha pasado? Exijo inmediatamente una explicación satisfactoria.
—Estos ocho Digimon se niegan a cumplir con su deber —comenzó a explicar Andromon—. Nosotros les dijimos que acabaran con los humanos, como habían prometido que harían, y nos dijeron que no traicionarían a sus amigos y que se enfrentarían a nosotros para defenderlos.
—Ustedes no pueden pedirnos que matemos a nuestros compañeros –dijo Tailmon–. Entiendo que su presencia ha causado un desequilibrio en el mundo. Pero les pido que comprendan que no podemos matarlos. Además, mi compañera está en paradero desconocido y posiblemente en peligro de muerte, y necesito averiguar qué ha pasado con ella.
Esta vez, el dragón tomó la palabra:
—Tu compañera humana nos es indiferente. Tu deber es para con tu mundo. Si ella muere, no debería importarte. Ya cumplió su utilidad para nosotros. No debemos preocuparnos por ella.
Tailmon no pudo soportarlo. A su mente acudieron escenas de cuando estaba sola en el bosque, como un pequeño Yukimibotamon y contemplaba la nieve que se arremolinaba en las copas de los árboles mientras repetía hasta la saciedad el nombre de Hikari Yagami, y los interminables soles y lunas que rodaron por sobre su cabeza mientras imaginaba cómo sería su primer encuentro, el día más importante de su vida, aquel en el que conocería a la persona que debía proteger, que había sido destinada a amar. También recordó aquella tarde remota en que, hastiada de la espera interminable, partió en busca de su destino, y fue a parar a una selva salvaje, áspera y fuerte, cuya complejidad la extravió y en cuyo núcleo un murciélago Digimon le dijo que la persona que esperaba tenía como nombre Vandemon-sama. Recordó cómo había accedido a seguirlo, pensando que su corazón la había engañado. Su cuerpo rememoró cada latigazo, cada picadura de los murciélagos, cada sesión en la cámara de tortura. Su corazón se volvió duro y frío, hasta que, en uno de sus viajes, mientras cumplía una misión para Vandemon, encontró un mago mendigo que pedía agua. Ella se la ofreció, y estuvieron hablando durante mucho tiempo. Gracias a ese hechicero vagabundo, al cabo de muchas peripecias, pudo encontrar a la persona que había estado buscando desde su nacimiento. Aún recordaba la primera vez que la había visto, en una plaza del mundo humano, cómo la había seguido hasta su casa, cómo había estado a punto de matarla, cómo su determinación había flaqueado, cómo había sido capturada por Vandemon y había contemplado un desfile de niños pasar frente a sus ojos, mientras oraba a los dioses sin nombre del Digimundo para que ella permaneciera a salvo. También recordaba su tono suave, su eterna amabilidad y la luz que emanaba de su cuerpo. Y aquí había alguien que tenía la osadía, el atrvimiento, la insensatez de decirle que eso no era importante y que debía ignorarlo…
—¡AYÚDAME, TAILMON!
La gata nunca supo si actuó movida por una negra cólera irreflexiva o por la desesperación de saberse inútil para su compañera, pero antes de que nadie pudiese reaccionar ni decir nada para detenerla ya había saltado hacia adelante, con su guante apuntando al dragón primitivo. Cuando aún no había hecho contacto con él, sintió un golpe muy fuerte en el lado derecho del cráneo, acompañado de un fuerte crujido, todo su entorno se sacudió y tuvo la certeza de que la última cosa que vería en el mundo sería aquella cabeza azul, aquellas fauces terribles, aquellos ojos vacíos de piedad.
“Lo siento, Hikari. Te he fallado”. Eso fue lo último que alcanzó a pensar, mientras sentía como su cuerpo era arrastrado por una fuerza ciclópea que la movía como si fuera una pluma. Entonces su pensamiento voló a lo lejos, y sus ojos ya no vieron más.
Desde el momento en que la osada felina se arrojara contra Aero-v-dramon con intenciones hostiles, Hackmon y sistermon se alejaron del campo de batalla lo suficiente como para no ser alcanzados por el daño colateral y al mismo tiempo tener una perspectiva completa de todo cuanto ocurría en el combate.
Entretanto, Andromon y Monzaemon habían escapado, presurosos; el pequeño Patamon, el niño de anteojos y pelo negro y el Gomamon que parecía ser su compañero se apresuraron a la piedra a cuyos pies yacía el inerte cuerpo de la gata; y los otros Digimon habían adoptado una posición muy tensa.
—¡Está muerta! —gritó Patamon cuando la hubo alcanzado. A Hackmon no le sorprendía; sabía lo letales que podían ser los golpes de su acompañante. Pero el impacto psicológico que esta noticia había producido en los invasores era fácilmente perceptible; solo el moreno parecía tener ganas de combatir; el resto se habían encogido sobre sí mismos.
—¡Vamos, Agumon! —Gritó, intentando trasmitir determinación, a pesar de sus palabras trémulas por el llanto. —¡Demuéstrale lo que pueden hacer tus garras!
—¡Por supuesto, Taichi!
Y el dinosaurio se vio envuelto por una luz, dentro de la cual se convirtió en una versión gigante de sí mismo, a la que luego le salieron revestimientos metálicos, y que ulteriormente se encogió para dar paso a un ser de estatura humana, cubierto con una armadura amarilla.
“WarGreymon”, lo reconoció Hackmon. Había visto su imagen incontables veces en la guía de referencia de Digimon que tenía la biblioteca de la capital del Digimundo, pero nunca había tenido la posibilidad de ver uno de carne y hueso. En ese momento recordó un detalle particular que tenían estos seres.
—Cuidado, Aero-v-dramon —advirtió—. Sus garras pueden destruir a un dragón muy fácilmente.
No hizo falta que dijera más; de todas maneras, los ataques del Digimon elegido eran tan lentos y predecibles que el dragón primitivo apenas tenía que hacer esfuerzos para detenerlos. Esquivó cinco veces las garras sin ningún problema, luego saltó, se posicionó detrás de su contrincante y le lanzó un golpe con su mano derecha. WarGreymon salió volando, pero giró rápidamente sobre sí mismo, se reincorporó y comenzó a dar vueltas hasta que todo su cuerpo asemejó un enorme tornado amarillo, que Aero-v-dramon esquivó sin problemas.
“¿Así que este es el poder de los niños elegidos?”, pensó Hackmon. “¿Cómo pudieron contener el mal del mundo con tan paupérrimas habilidades?”
—¡Takeru, yo también quiero pelear! ¡Quiero vengar su muerte!
En ese momento, el pequeño niño rubio asintió, y un haz de luz dorada rodeó el cuerpo de su compañero digital, y de él surgió un Arcángel, con cuatro pares de alas, que desenvainó una espada de brillos morados con la que trazó una circunferencia en el aire. De esa circunferencia, surgió un objeto circular, dorado, con símbolos arcanos que lo ornamentaban, que se posicionó justo detrás de Aero-v-dramon, y comenzó a abrirse lentamente, revelando que su interior era completamente blanco. Una extraña fuerza comenzó a jalar al dragón, pero éste era demasiado grande para entrar por esa pequeña grieta, y no le costó mucho trabajo destruirla, al mismo tiempo que esquivaba un ataque del WarGreymon que volvía bajo su forma de tornado.
En ese momento, probablemente motivados por la aparición del Digimon ángel, un cascarudo gigante, un águila de características antropomórficas, un hada con hojas por alas y un lobo con la piel cubierta de metal se unieron a la pelea; pero ninguno de ellos era lo suficientemente rápido para igualar la velocidad del ser primitivo. Cuando hubo esquivado todos los ataques que le lanzaron, tomó al cascarudo por el cuerno y lo arrojó con todas sus fuerzas hacia los demás. Los Digimon mega pudieron esquivarlo, pero Garudamon, Lilimon y HolyAngemon recibieron el impacto directamente y cayeron a tierra, en sus etapas bebé.
Ahora solamente quedaban tres Digimon en el arsenal de los Niños Elegidos: en el cielo, MetalGrarurumon y WarGreymon, cuyos ataques resultaban inútiles como consecuencia de su lentitud; en el suelo, Gomamon, que no se había separado de su compañero humano, quien intentaba reanimar a la pequeña Tailmon.
La batalla parecía casi ganada, pero en ese momento uno de los chicos dijo algo que hizo que Hackmon comenzara a dudar de la posibilidad de la victoria.
—¡Yamato, necesitamos a Omegamon!
“Omegamon”, pensó Hackmon. Recordó una de las doce figuras imponentes que ornamentaban la fuente de la plaza central de la capital del Digimundo, y sintió un poco de miedo, por primera vez desde que comenzara la batalla. “Si es el caballero real, estamos perdidos”.
Mientras pensaba esto, los compañeros humanos de WarGreymon y MetalGrarurumon unieron sus dispositivos, y ambas bestias se convirtieron en haces de luz que giraron el uno en torno al otro, hasta combinarse con un estallido esplendente.
—Este es nuestro fin —dijo Hackmon mientras agachaba la cabeza—. No hay forma posible de vencer a un Caballero Real.
—Tal vez —recapacitó Sistermon Noir tras los primeros ataques—. Pero si ese tipo fuera un Caballero Real, esta pelea habría terminado hace mucho.
Era cierto. Más allá del tamaño y del poder destructivo y la increíble resistencia del nuevo oponente, Aero-v-dramon conservaba una clara ventaja en cuanto a velocidad, que le permitía esquivar todos los espadazos de su contrincante, al mismo tiempo que le propinaba una buena cantidad de golpes que, pese a todo, no parecían ser muy efectivos.
—Nunca podrás dañarlo así —indicó Hackmon—. Usa tu DragoImpulse.
Sistermon Blanc lo miró.
—Pero, Hackmon, el DragoImpulse es…
—La única forma de terminar rápido con esto —la cortó él—. Sé lo que puede pasar con Aero-v-dramon si lo utiliza, pero no veo otra solución posible con los recursos de que disponemos aquí. Además, aunque Omegamon se mueva más lento, su desgaste de energía también es menor.
Aero-v-dramon se dispuso, entonces, a lanzar su técnica más poderosa, aquella con la que podía liquidar a Digimon de una etapa evolutiva y de un rango de poder muy superior al suyo.
—¡Omegamon, utiliza el GaruruCannon!
El compañero de Agumon fue quien dio la orden. El Digimon mega levantó el brazo conformado por la cabeza de MetalGarurumon, en el cual comenzó a concentrarse una considerable cantidad de energía. Pero no pudo llegar a dispararla, porque en ese momento, esta vez de parte del compañero de Gabumon, llegó la contraorden.
—¡Detente, Omegamon!
El caballero blanco pareció confuso. Por un momento se quedó en suspenso, con su brazo extendido pero sin cargar energía; luego, giró la vista hacia los elegidos, que habían iniciado una discusión, y en ese momento, cuando estaba con la guardia baja, recibió toda la carga del ataque especial de su contrincante, el Drago Impulse, esa ráfaga de energía con la forma de un dragón que en la época primitiva había sido la hoz de muchos Digimon poderosos.
Ante tan inconcebible cantidad de poder, el revestimiento metálico de su cuerpo se hizo añicos, el gigante se derrumbó hacia atrás, y mientras descendía de las alturas en las que había estado combatiendo, se separó en dos figuras pequeñas, frágiles, indefensas, que cayeron al suelo, en los brazos de sus compañeros humanos.
—Lo siento, Taichi –dijo Koromon, con una lentitud que demostraba el inmenso esfuerzo que tenía que hacer para articular cada una de las palabras.
—No supimos qué hacer con el GaruruCannon —dijo Tsunomon con el mismo esfuerzo.
—No importa. Hicieron lo correcto —dijo el rubio, que acunaba a su compañero en sus brazos. El moreno, al oír eso, se giró para responderle algo, con una mirada de intenso odio, pero apenas hubo abierto la boca, tuvo que cerrarla de nuevo, porque ambos se vieron cubiertos por la gran sombra que proyectaba la imponente figura de Aero-v-dramon.
El poderoso dragón azul había descendido lentamente. Su respiración acelerada y entrecortada, y cierta torpeza en sus movimientos, demostraban claramente su cansancio; pero en los ojos ardía la misma determinación de siempre. En ese momento, el Digimon primitivo alzó su puño por sobre la cabeza del muchacho que tenía al Tsunomon en brazos, quien inmediatamente cerró los ojos, en la ingenua creencia ancestral de que eso reduciría la potencia del impacto.
—¡ALTO!
El grito resonó, potente, en todo el ámbito del bosque. Quien lo había proferido, para sorpresa no solamente de los niños y sus compañeros digitales sino también de Aero-v-dramon y las hermanas Noir y Blanc no era otro que Hackmon. Ahora le había llegado al imponente dragón el momento de sorprenderse.
—¿Por qué?
Hackmon ni lo miró; sus ojos estaban concentrados en Ishida.
—Si no lo puedes entender sin que te lo explique, no lo entenderás aunque te lo explique —fue su cortante respuesta. Luego, se dirigió a los elegidos, con la vista siempre fija en el compañero de Tsunomon. —Ustedes catorce están arrestados. Los humanos por haber alterado el equilibrio del mundo y los Digimon por traición. Ambos delitos se castigan con la muerte. Pero dejaremos que sean los Digimon más importantes quienes decidan su destino, en virtud de lo que ha pasado aquí. Aero-v-dramon los transportará junto con nosotros a la capital, donde pasarán a estar bajo la disposición de Jijimon-sama. Dejen atrás a la gata muerta…
—Todavía está viva. Y creo que aún estamos a tiempo de salvarla.
La voz de Jyou había sido poco más que un susurro ininteligible, pero de alguna manera todos los presentes la habían oído.
Tokomon se reincorporó a duras penas.
—No podemos dejarla —dijo—. No podemos dejar que muera, no hasta que no se haya reencontrado con su compañera, por lo menos.
La oscuridad era inmensa. Impenetrable. Infinita. Ni una remota estrella en el firmamento. Arena cenicienta movida por la salada brisa. A lo lejos, las olas. A lo lejos.
Pasos lentos, suaves. La chica se sobresaltó. Movió la cabeza. Seis pares de luces amarillas a veinte metros, como ojos de criaturas abismales. Y una respiración lenta, jadeante.
La imagen de la montaña Mugen se empequeñecía gradualmente mientras ellos se alejaban a toda velocidad de la Isla File. El océano net parecía una vasta extensión de sangre bajo la postrera luz de un sol muriente. La fricción que provocaba el aire era considerable, pero, quizás en virtud de alguna propiedad del Digimon en que viajaban, ninguno de los chicos parecía sentirla.
Mientras contemplaba cómo la Isla que había sido el inicio de sus aventuras en aquel mundo se hacía cada vez más pequeña a medida que se alejaban, Jyou Kido repasó mentalmente cada una de las peripecias que había vivido en esta última jornada. Le sorprendió darse cuenta de que apenas recordaba alguna de las líneas de aquel volumen de anatomía que había consumido toda su tarde, pero que conservaba grabadas a fuego todas y cada una de las palabras que había intercambiado por teléfono con Mimi. También le vino a la mente la cara de preocupación de su madre cuando él había abandonado el departamento. “Volveré para la cena”, le había dicho él para tranquilizarla. Pero no podría cumplirle.
Se giró. Sus compañeros parecían deprimidos. Las dos chicas y Takeru acariciaban las cabezas de sus compañeros Digimon, que estaban heridos; los tres tenían la mirada baja. Koushiro miraba su computadora sin hablar con nadie. Había formulado algunas preguntas a Hackmon, pero éste se había negado a contestarle. Y Taichi y Yamato no se dirigían una mirada; era palpable la tensión que había entre ellos.
“Ojalá nunca hubiera venido”, pensó. Entonces, la gata que tenía entre brazos ronroneó levemente. Él la tocó en el pecho. “Su corazón aún late”, se dijo. Recordaba los horribles momentos de la pelea en los que él había corrido a socorrer a Tailmon, y la sensación espantosa que experimentó cuando ella dejó de respirar.
—¿Está bien? —Preguntó Gomamon, que se encontraba a su lado.
En ese momento, todos, incluidas las Sistermon y Hackmon, se giraron a mirarlo.
—Aún está viva —respondió él.
—Aún está viva —repitió Tokomon—. Pero eso suena como si…
No hizo falta que terminara la frase. Para todos sonaba como si Tailmon estuviera debatiéndose entre la vida y la muerte. Pero cuando Jyou la tuvo entre sus brazos no había percibido ningún signo vital, por lo que su estado, al menos en comparación, había sufrido una mejoría considerable.
Cuando vio a Tailmon volar por los aires, había experimentado la misma impotencia que cuando vio a Leomon atravesado por el ataque de MetalEtemon. Pero esta vez había podido salvar a su paciente.
“Menos mal que he venido”, se dijo por fin.
Volvió a girar sobre sí mismo. Ya casi era noche cerrada y la Isla File no se veía. Sus compañeros habían sido vencidos de manera humillante y ahora todos habían sido tomados como prisioneros. Por alguna extraña razón, Taichi y Yamato no se hablaban, y Hikari seguía en paradero desconocido. Y Tailmon vivía, pero agonizaba en sus brazos.